Mi reino no es de este mundo

No tienen líderes, ni siquiera cuentan con armas, pero cómo si presintieran que ha sonado ya la hora final del tirano se dirigen con determinación suicida hacia la plaza del Palacio, donde Ceausescu delibera con su esposa y los miembros del Politburó. Ceaucescu que aún no acaba de creerse lo que ve delante de sus ojos, la rebelión de su pueblo, intenta un último esfuerzo desesperado: dirigirse a la multitud para convencerles de que él tiene la razón. Pero todo es en vano y demasiado tarde. Por segundo día consecutivo tiene que escuchar los gritos de «drácula, drácula» y «rata, rata». 

Son principalmente los jóvenes que no están dispuestos a dar un paso atrás. Ya no son como el día anterior pequeños grupos de rumanos que han pendo el miedo, sino miles de personas que no están dispuestas a retroceder en su rechazo de la dictadura. Al oir el ruido que llega de la plaza, el «Conducator» ordena asustado que salgan a la calle las tropas del Ejército y «restablezcan el orden a toda costa». El ministro de Defensa, que lleva años esperando ansioso ese momento y ha contactado ya con la embajada soviética y con sus principales subalternos, se niega.

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