Angelina Jolie posando

El que esto escribe aún recuerda la expresión de horror que se dibujó en el rostro del fraile al que, a mis diecisiete años, pedí permiso -como era preceptivo entonces- para leer un libro de Voltaire -creo que la Historia de Carlos XII- que había encontrado en un recoveco de la más bien menguada bilioteca del colegio. Su ira fue aún mayor que la que provoqué en otro fraile cuando me sorprendió leyendo el Dafnis y Cloe de Longo, en la maravillosa versión de don Juan Valera. 

En la edición del Indice de 1790 el nombre de Voltaire figura en lugar destacadísimo, al lado de otros herejes contumaces como Erasmo, Calvino y Lutero, y con un acompañamiento literario tan ilustre como el formado por Dante, Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo y Cervantes. Sí, de Cervantes, lo que demuestra que los censores católicos eran unos delincuentes del pensamiento pero no tontos. No se les escapó que el alcalaíno, bien leído, era una bomba de relojería contra la miseria moral y política de la España de la Contrarreforma.

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