Va arrastrando el culo por el suelo

«No tan deprisa, Sr. Méndez-Leite», me recrimina un amable lector desde la sección de cartas por mi artículo reivindicando mejores condiciones de distribución y exhibición para el cine español.

Se queja el señor Alonso Stuyck de que las películas españolas son monotemáticas y de que no entiende qué puede interesarme de títulos como La teta y la Luna y Amor propio. Intento contestarle aquí «sin acritud» y utilizaré para ello el singular y menospreciado filme de Bigas, a mi juicio, muy justamente premiado en Venecia.

La teta y la Luna es un cuento dulce, enternecedor, cariñoso, aunque algo desestructurado, sobre la soledad de un niño, el ardoroso deseo de un muchacho y la desconsolada frustración de un hombre. Y por supuesto, es la historia de una mujer insignificante, una pequeña bailarina de barraca provinciana, dueña de unos espléndidos senos que enamoran y encandilan a los tres machitos.

Ella, bondadosa Estrellita, voluble y femenina, hace profesión de generosidad e intenta comprender las aspiraciones de sus admiradores. Tete, Miguel y Maurice dan vueltas alrededor de Estrellita mostrándole sus gracias, sus habilidades, y demandan sus favores con sus palabras, sus cantes, sus ingenuos regalos o sus artísticos pedos.


Conectada por las continuas alusiones a costumbres, comidas y modos de vida catalanes a la aragonesa Jamón, jamón y a la más cosmopolita Huevos de oro, La teta y la Luna recuerda voluntaria pero humildemente al Amarcord de Fellini, de la que no es una copia menor, sino una muy sentida revisitación desde coordenadas geográficas y recuerdos personales muy distantes.

El niño narrador, «Tete», casteller en la provincia de Tarragona, se habría quedado extasiado ante las inmensas ubres de la estanquera de Rimini. Soñador de tetas, fabuladores del sexo de sus padres que su imaginación convierte en un ineludible rito de suministro de leche para las tetas de su madre, Tete -Edipo y príncipe destronado a un tiempo- renunció a conseguir para él la leche materna por culpa del fatal nacimiento de un hermanito. Y así comienza a seguir a Estrellita, «la Reina de Stuttgart».

El Tete y la Teta, el electricista Miguel y las descargas eléctricas que le provocan las manos de Estrellita, las ruidosas, musicales y cómicas -nada escatológicas, por cierto- ventosidades de Maurice, el olor de sus pies, el «Stallone» que vuelve de los cielos para rescatar de este perro mundo a su buena madre, y la Caballé, gordísima y pelirroja profesora de inglés, se cruzan en la preciosa y triste película de Bigas Luna. Suficientes motivos, a mi juicio, para ir a verla «deprisa, deprisa».

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