Exposición de carne, cuartos traseros

A esto le llamó una vez Carlos Castilla del Pino «la identidad excedente de Andalucía». Que traducido resulta que Andalucía tiene símbolos, tradición e Historia para dar y repartir. El latifundio de los símbolos andaluces sí que ha sido perfectamente repartido. Cuando España sale por el mundo, coge a Andalucía como tarjeta de visita: el toro de Osborne, el cante del Lebrijano, el caballo de Alvaro Domecq, la bata de cola de Lola (Flores, naturalmente), la chaquetilla del Tío Pepe o el capote de Jesulín, que es vestir de torero al mito de Don Juan, no el que está haciendo rico, 300.000 ejemplares, a Ansón, sino el Tenorio. Cuando la Unesco se pone a mirar a España, a bulto señala a Andalucía. Uno, dos y tres. Doñana, donde Alfonso Guerra, que no sabe una papa tampoco de ecología, roneaba de numerador de galápagos y donde el hijo de Miguel Delibes clama en el desierto de los lucios secos contra la barrera turística de cemento que autorizó Fraga y que tiene aquello más seco que un esparto. 

La Judería de Córdoba, que si ustedes no lo saben, pues es lo que hay alrededor de El Caballo Rojo y de El Churrasco; exacto, donde usted se tomó los mejores boquerones en vinagre frente a la Mezquita, y siempre le cuentan que «en esta pila Maimónides se lavaba los cojónides», y donde andan diciendo que el alcalde Herminio Trigo es trigo limpio. Y el Albaycín de Granada, que, por resistir, hasta ha resistido la invasión de extranjeros y de hispanistas, incluso a Ian Gibson, y donde queda la gracia de la población calé en la que siempre hay un hijo que se metió en los polvitos blancos y me lo tienen guardado los picoletos.

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