Cultos, gamberros y surrealistas

El humor también tiene su aristocracia. Y el humor cinematográfico cuenta entre sus filas con gente de sangre azul en ese territorio, el de la risa, en el que los títulos nobiliarios se ganan a la antigua, por méritos propios. Chaplin, Buster Keaton, los hermanos Marx, Billy Wilder, Berlanga… tenían sangre común y corriente, pero arrobas de ingenio de ley que los hicieron grandes duques de ese país lleno de peligros y espejismos que es el humor. El lirismo, el absurdo, el estupor, la mala uva, la desvergüenza, la lucidez, la compasión, la temeridad o la delicadeza que hacen sonreír o reír son hazañas que merecen los mayores y más exigentes reconocimientos. 

En su personal estilo destrozón y surrealista, gamberro y culto, los Monty Python fueron, entre 1971 (año de estreno de Se armó la gorda) y 2018 (cuando se despidieron de las pantallas con El sentido de la vida), una especie de duquesa de Alba colectiva del humor cinematográfico, la gran aristócrata jaranera y frescachona a la que hasta las mayores reinas tenían que dejar paso si se encontraban con ella ante la puerta del más solemne de los palacios. 

Los Monty Python se acogieron en sus dos décadas de esplendor (de los primeros 60 a los primeros 80 del siglo pasado) a esa potente veta del humor británico que encara lo más respetable y lo más sagrado con la ferocidad aparentemente inocentona y parsimoniosa de un elefante en una cristalería. Pero, para lograr ese secreto equilibrio entre la herejía cultural, filosófica y religiosa (un registro mayor dentro del humorismo) y la guasa supuestamente candorosa (un acierto reservado a los verdaderamente grandes), es necesario conocer perfectamente los puntos frágiles y las grietas ocultas de lo considerado intocable: hace falta un armazón cultural de mucho calibre. 

Una película como La vida de Brian (1979) es un monumento a la mala conciencia sofocada y finalmente redimida por la hilaridad. Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1975) hace papilla el concepto de mito cultural sin descuidar el gozo que produce la patochada inteligente y cómplice. 

Ahora, después de que algunos de sus componentes se hayan lucido en solitario con propuestas barrocas o traviesas, parece que vuelven los Monty Python. Una película de animación puede ser un vehículo adecuado para estos gamberros cultos, siempre que no pierdan de vista lo que ha sido su signo de distinción: la cabeza.

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