El violador psicópata

Marcel Lychau Hansen decidió que el semen que lo había encarcelado serviría también para exculparlo. Recién condenado a cadena perpetua por dos asesinatos y seis brutales violaciones, planeó este invierno que su hijo mayor sacara una muestra de esperma de la prisión en que está recluido para corroborar la improbable tesis que defendió en su juicio: «Soy 100% inocente. Ahí fuera hay un loco que tiene el mismo ADN que yo». 

Lychau recortó los dedos de un guante de látex, introdujo su semen en el interior, los anudó y los entregó a su hijo: «No debes matar a nadie», le escribió. «Como mucho atacar a alguien y plantar el esperma». Su nuera -y madre de su único nieto- frustró el plan. Interceptó los mensajes y alertó a la policía. El hijo debía agredir a una mujer cualquiera. Si después se encontraba el ADN de su padre encerrado, entonces el culpable no podía ser él. El ADN, aunque la secuencia fuese idéntica, no podía ser suyo. Una posibilidad entre un millón: improbable pero no imposible. 

Cuando la policía detuvo a Lychau, a finales de 2010, su entorno se quedó perplejo. Pasaba por ser un padre modélico, un vecino ejemplar que dedicaba su tiempo libre a entrenar en las secciones inferiores de un club de fútbol de Amager, el populoso distrito de clase trabajadora situado en una isla del sur de Copenhague. En su juventud había participado en algún robo y fumado numerosos porros, pero eso no era inusual en las peores zonas del barrio. Se le consideraba reformado: un honrado empleado en una empresa de limpieza, dedicado en cuerpo y alma a sacar adelante a su familia. 

Su último crimen resultó su perdición. En la madrugada del 25 de septiembre de 2010, el padre de una chica de 17 años recibió una angustiosa llamada de su hija: «¡No quiero morir, no quiero morir!», fue todo lo que pudo gritar antes de que la comunicación se cortase. Fue violada, pero sobrevivió. 

Apareció un condón usado con restos del ADN de la víctima y el análisis del esperma arrojó resultados chocantes: el ADN del agresor coincidía con el hallado en los asesinatos de dos mujeres en 1987 y 1990, y con una serie de violaciones cometidas entre 1995 y 2018. Una de ellas, múltiple, se le había atragantado especialmente a la policía, por lo escabroso del caso y por su incapacidad para resolverlo. 

En octubre de 1995, un hombre había penetrado en una casa de Amager y violado por turno a cuatro jóvenes que dormían en su interior tras una noche de fiesta: una de 23 años, otra de 15 y dos gemelas de 14. Los abusos, que se prolongaron durante horas, fueron terribles. Amenazándolas con un cuchillo de cocina, el tipo dio a las chicas a elegir entre coito y sexo oral, y las forzó mientras hacía comentarios como «se nota que no lo has hecho nunca» o «eres mejor que tu hermana». 

La policía tomó nuevas pruebas de ADN a 149 varones relacionados de cualquier forma con los crímenes. En 1987, Edith Louise Andrup, viuda de 73 años, fue estrangulada por un ladrón en el apartamento al que se había mudado un mes antes. ¿Encargados de la mudanza? Lychau y su hermano. A priori, nada sospechoso. Hasta que se examinó el ADN

El fallido intento de probar su inocencia con su propio semen, ejemplo según los psiquiatras de los rasgos «archipsicóticos» de Lychau, incapaz de sentir ni arrepentimiento ni empatía, ha abierto esta semana un nuevo proceso en su contra. No ampliará la cadena perpetua, pero sí compromete casi toda esperanza de libertad condicional, en teoría posible tras 15 años de cárcel.

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