Memoria franquista

A pesar de que allí quepa la mitad de su vida y sus años más intensos. El autor gasta 86 años de socarrona lucidez. Y en segundo lugar descoloca la ausencia de estampas personales o referencias íntimas. Las jugosas digresiones propias del género, que han sido cuidadosamente expurgadas. 

De ahí que resulte paradójico hablar de memorias. «Es el trabajo de un historiador», concede Nicolás Sánchez-Albornoz (Madrid, 1926). «Un libro de recuerdos que he tenido la suerte de contrastar con documentos, cuando se han abierto los archivos, para comprobar que mi memoria era fidedigna», explica. Se trata de Cárceles y exilios (Anagrama), obra en la que reconstruye las cuatro décadas de represión franquista, desde el estallido de la guerra con el frustrado asalto al Cuartel de la Montaña en julio de 1936, que presenció de niño en Madrid, hasta el regreso del destierro con su padre Claudio Sánchez-Alboronoz (ministro y embajador de la República) en abril del 76 tras la muerte del dictador. «Como era muy joven, tuve la suerte de haber vivido más que Franco», bromea, «pero para mi padre también fue muy gratificante sobrevivirlo». 

Entre esos extremos cronológicos, el historiador especializado en economía, doctor honoris causa de varias universidades españolas y primer director del Instituto Cervantes encadena tres exilios. Primero en Francia, durante la guerra. Luego en Argentina, tras su sonada fuga del campo de concentración de Cuelgamuros, junto a Manuel Lamana, en agosto del 48. Aventura novelada por el mismo Lamana y por Barbara Probst Salomon y llevada al cine por Fernando Colomo en Los años felices. Y por último en Nueva York, en una suerte de doble destierro cuando la dictadura del general Onganía interrumpe en 1966 su fructífera carrera académica en Buenos Aires. 

«Mi testimonio tiene la virtud de llamar la atención sobre un momento de la represión franquista poco conocida», señala Sánchez-Albornoz. Porque si bien «en el 46 se fusilaba poco, porque ya se habían cargado a todo el mundo», admite; el volumen de represaliados era ingente. 

La tesis de Sánchez-Albornoz es sencilla: «España habría vivido mejor y llegado más lejos si no hubiera padecido los 40 años de franquismo». Y el argumento con el que la sostiene, incuestionable. «Los países no puede madurar políticamente, si no conocen su pasado», explica. Un saber obstaculizado por «sectores políticos temerosos de rendir cuentas» y «por otros que se inhiben falta de agallas». En ese sentido cree Sánchez-Albornoz que el juez Garzón «no se proponía que rindieran cuentas, porque los causantes ya han muerto, sino al menos desenmascarar el asunto y condenar a los responsables formalmente». 

De allí que el fundador, junto a José Martínez Guerricabeitia, de Ruedo ibérico, considere insuficiente la legislación actual. «La Ley de Memoria Histórica se ha quedado muy corta», arremete, «al tropezar con un intento de borrar información de los archivos, tapando con tinta blanca el nombre de los implicados en la represión». Una actitud a medias, «sintomática de la anomalía Española», dice el autor, que explica, entre otras cosas, el problema del Valle de los Caídos. «En Europa no hay un mausoleo a Hitler ni a Mussolini ni tampoco a Lenin», añade. Su posición al respecto: «Hay que retirar de allí ese símbolo hiriente y luego será más fácil plantearse qué hacer», concluye.

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