Receta contra la crisis

«Representación sensorialmente perceptible de una realidad». El diccionario de la RAE define la palabra «símbolo» y, por el carácter de por sí aséptico de los académicos o por la razón higiénica que sea, no dice una palabra sobre su poder explosivo, sobre su condición completamente impredecible. Nos explicamos. El año pasado el festival de cine de San Sebastián asistió, entre el cansancio y la desgana, a la proyección de una simple, simpática y bien delineada comedia trágica, Intocable. La cinta, que clausuró el certamen y que se estrena mañana, cuenta la historia de un tetrapléjico rico asistido por un cuidador pobre. Tan, ya lo habíamos dicho, sencillo. Hace poco más de cuatro meses, el dos de noviembre del año pasado para ser preciso, la película se estrenó en su Francia natal. De golpe, todo el país cree ver en ella algo mucho más profundo, complicado, explosivo e impredecible que una triste película. De repente, un símbolo. 

¿La más taquillera? De momento, la película ha sido vista por poco más de 19 millones de franceses. O, si se prefiere contar dinero, estamos hablando del equivalente a 115 millones de euros. Para hacernos una idea, Torrente 4 recaudó el año pasado en España alrededor de los 20 millones. Nada que ver. A estas cifras habría que sumar los cinco millones de alemanes, el millón más de suizos y lo que aún falta tras su paso por, entre otros países, España. Poco a poco, la película dirigida por Eric Toledano y Olivier Nakache estaría más cerca de colocarse justo al lado del récord de los 20 millones de espectadores que consiguió Bienvenidos al norte. ¿Y por qué? Que respondan los propios directores: «Todo ha sido tan rápido, que no hemos tenido tiempo de reflexionar... Quizá el secreto está en que la película es una forma moderna de reflexionar de asuntos tan difíciles como la minusvalía y que, en realidad, la cinta resulta más simbólica de lo que parece». Hemos llegado. 

El poder de un símbolo. Uno de los primeros en caer en la cuenta de lo que se cocía en Intocable fue (atentos) Jean-Marie Le Pen. En realidad, no fue de los primeros, pero sí dio que hablar. El político ultraderechista no hizo sino verbalizar el negativo de lo que todo el mundo estaba viendo. Eso sí, él veía mal, lo que a los demás, sencillamente, entusiasmaba. «Francia es actualmente como ese pobre minusválido de la película condenado en su silla de ruedas», dijo con un innegable poder para el análisis. «Estamos esperando a que lleguen los jóvenes de los suburbios y la inmigración en general para salvarnos. Obviamente, no suscribo este punto de vista y no podemos tomarnos ni la película ni el libro en el que está basado como referentes para el futuro. Sería un desastre si Francia tuviera que resignarse a la condición del tetrapléjico». 

Nadie dijo nunca que la sutileza fuera el fuerte de Le Pen. Por supuesto, no tardaron las reacciones airadas contra las afirmaciones del fundador del Frente Nacional, empezando por el productor Harvey Weinstein y acabando en toda persona con capacidad para estar en contra: los 20 millones de antes. Pero, más allá del ruido, mucho menos salvaje y por ello más preciso, la crítica no ha tardado en reconocer que el poder de atracción de la película reside en su capacidad para concitar a su alrededor todos los miedos de una sociedad profundamente en crisis: la invalidez, la precariedad laboral, la fractura entre ricos y pobres... ¿Suena de algo? «Pero siempre desde una perspectiva optimista. Se la ha denominado la mejor medicina contra la crisis», concluyen los directores. 

El secreto de Cluzet. La cinta se basa en un relato autobiográfico firmado por Philippe Pozzo di Borgo (editado en español en Anagrama). Básicamente, cuenta la relación entre la más improbable de las parejas: un hombre escupido por el extrarradio parisino, al que da vida el actor Omar Sy, y otro perfectamente educado y relamido en la más fina de las aristocracias del centro parisino. Aquí, un intérprete con modales de clásico: François Cluzet. El primero es negro y baila; el segundo es blanco y no se puede mover. Lo que sigue, y ya es la tercera vez que se dice, es Francia, y buena parte de Europa, encerrada en un metáfora tan vitalista como certera. «El papel del actor es siempre subversivo», dice Cluzet a modo de introducción. «Existe la idea de que la diversión es siempre sinónimo de relajación. En parte es así, pero se puede divertir y a la vez señalar al público donde nos duele. Y ésa es misión del actor». Cuenta François Cluzet, condenado a no mover un músculo en toda la película, que un actor siempre trabaja a través de sus compañeros de reparto. «Lo mismo da hacer de minusválido que de héroe de acción. Eres lo que tu compañero de reparto quiere que seas», afirma en un arranque de modestia que, huelga decirlo, no hace justicia con el derroche interpretativo de cuello para arriba. «Para sentir el dolor del personaje tuve que recurrir a mí mismo. Tenía una responsabilidad frente al dolor. En determinados momentos del rodaje saltaba hasta que me daban calambres en las piernas y seguía saltanto hasta casi el desmayo. Intenté que todo ese dolor me llenara y así llegar al 1% de los dolores fantasmas que sentía Philippe. Los buenos actores son como los buenos ciclistas: no tienen miedo de hacerse daño cuando suben la montaña». Queda dolorosamente claro. 

El optimismo como enfermedad

«La lección que hemos aprendido de todo lo que ha pasado con nuestra película», afirma Eric Toledano a modo de resumen, «es que los franceses tienen necesidad de optimismo, de esperanza, de reconciliación, y no de pelear constantemente. Era necesario algo que les uniera, que les pusiera en contacto. El dolor y el sufrimientos tienen su sitio diariamente en el telediario de las las ocho de la noche. Es la comedia, sin embargo, la que te seduce para a continuación hacerte pensar. No puedes decir a la gente: 'Venid, vamos a reflexionar'. La idea es decir: 'Venid, vamos a reír y, quizá, a continuación eso nos dé algo que pensar'. Primero hay que seducir». De otro modo, Intocable o la mecánica de los símbolos optimistas.

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