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En Buenos Aires ha muerto con los 86 años mal llevados, un halo de tristeza y una imagen deplorable de sí mismo que llevaba años ocultando en una casa de la capital argentina. Una casa que se había ido derrumbando al mismo tiempo que su dueño envejecía. 

Hace diez años un español amigo -fue muy, muy amigo- le vio salir a por el pan con una bolsita de red trenzada, 50 kilos de sobra y mal vestido. No se saludaron y los dos entendieron por qué. Fue Carlos Herrera en su magnífico programa «Las Coplas» el que consiguió que tras cuarenta años Miguel se pusiera delante de las cámaras de una televisión española. Decían que a Miguel le gustó lo mucho que sabía Carlos de la canción y el talón de tres millones que ofrecía Canal Sur. Sea por la razón que fuera queda una grabación antológica de una parte de España que se nos fue por las rendijas del odio que en España hemos cocido en grandes pucheros de desprecio. 

Con los ojos hinchados de mucho llorar, acariciando la camisa que Miguel guardaba como un tesoro -fue bordando a punto de realce una a una las firmas de los personajes que quisieron mostrarle su admiración a través de los años de carrera, estampando su señal en la batista que parecía un monumento erguido en los camerinos de su historia- y recordando al «Marqués» -Rafael de León- y a Federico García Lorca y a Antoñito Quintero y a Quiroga y Ochaita... temblando titubeó y dijo: «Ojos verdes, verdes como la albahaca». Y España dejó de ser el erial abandonado de El divino impaciente.

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