Tiempos nuevos para el cine en España

Y, con la constante revisión del modelo de apoyo al cine, ahí seguimos: al borde del precipicio. Sin embargo, de vez en cuando, surge algo parecido a la sensación de algo radicalmente diferente. Y, por ello, comprensiblemente incomprendido. ¿Optimismo? Sí, y eso a pesar de que el optimismo, para qué nos vamos a engañar, nunca fue una opción respetable en España. 

En poco menos de tres semanas, la cartelera se encuentra en trance de experimentar algo parecido a un nuevo tiempo. Tres directores de generaciones razonablemente parecidas o ligeramente diferentes (todos nacidos en los 70) desembarcan en los cines con otras tantas propuestas de aire similar y, lo más interesante, con vocación de indicar el camino a gran parte de lo que vendrá después. 

Grupo 7 sería el último y más brillante intento. De repente, la película de Alberto Rodríguez, estrenada esta semana, devuelve al cine de género (en este caso, el policiaco) su capacidad para pensar el presente. Y lo hace desde las tripas de una sociedad en estado terminal, tanto clínica como moralmente. El resultado es la más voraz, violenta y sincera reflexión sobre el tiempo que nos ha tocado. Ambientada meses antes de la apertura de la Expo en 1992, la cinta se ofrece como la perfecta radiografía de una época grosera de derroche, opulencia y puentes de Calatrava. Tiempos que prometían el lodo que ahora pisamos. 

Dicho así, impresiona. Y motivos hay. Se trata de la consecuencia de lo que hemos vivido durante dos semanas consecutivas con los estrenos de Extraterrestre, de Nacho Vigalondo, y REC3. Génesis, de Paco Plaza. En los tres casos, hasta Grupo 7, el cine de género (de la comedia al noir pasando por el terror) asiste a la acertada reformulación de una generación capaz de hacer válidas y operativas claves tan diversas como la ironía de los Coen, la inteligente estupidez de Ricky Gervais, la consciencia cinéfila de Sam Raimi o, ya que estamos, la fiebre que provoca la realidad en la tradición más azconiana del cine patrio. 

«La idea preconcebida es que un thriller de narcotráfico esté plagado de metralletas, cuatro-por-cuatro y mucho ruido. Mi idea era entrar en el género para desvirtuarlo. Sí, es un thriller, pero la realidad de que parte es demasiado cutre para resultar espectacular», toma aire y se explica: «Un amigo abogado me pasó un caso de corrupción de policía en la Sevilla preexpo. Nunca había leído un sumario. Son folios y folios de nada... Todo era muy miserable. Negocios en una mesa camilla, extorsiones ridículas. Una cadena de miserias que acababa en los policías». 

Y llegados a este punto, Rodríguez se confiesa impelido por la realidad para terminar haciendo lo que finalmente ha hecho: «La plantilla del género con algo así no sirve. No me interesaba tanto esa plantilla como utilizar las expectativas que provoca este tipo de cine para sorprender al espectador. Pienso, por ejemplo, en lo que han hecho los Coen toda la vida en películas como Muerte entre las flores o Valor de ley. La primera es una película de gángsters y a la vez no lo es. Y la segunda, sólo formalmente se puede llamar un western», dice Rodríguez de carrerilla en su intento casi desesperado por echar tierra sobre el suelo que pisa. El plan de trabajo, por así decirlo, poco o nada tiene que ver con el de sus anteriores películas: ni Siete vírgenes ni After, por citar las últimas, respondían a más motivación que la del drama sin esquemas ni, en sus palabras, «plantillas» que desvirtuar. 

En realidad, la estrategia de Grupo 7 no anda lejos de la de Vigalondo y su intento (también desesperado) por hacer «colisionar géneros incompatibles». La expresión es del director. En su película, la comedia y la ciencia-ficción se encuentran en una rara tierra de nadie que desnuda a los personajes hasta convertirlos en máscaras sin rostro, sujetos extraños de sí mismos, individuos a la deriva en un espacio vacío en el que no hay ni marcianos ni gags ni efectos especiales. Extraterrestre, de hecho, no es ni una comedia ni una película de ciencia-ficción; es, si se quiere, la detallada descripción de un estado de ánimo cerca del vacío. Es cómica en la misma medida que es trágica. Es cómica por trágica. 

«La sensación que buscábamos», toma ahora la palabra Paco Plaza, «es la que me produjo en su momento películas como Golpe en la pequeña China. Uno descubre en ella justo lo contrario que se espera de una película de John Carpenter». De hecho, REC3 es una película de zombis exactamente igual que cualquier película de Berlanga o cualquier guión de Azcona son simplemente comedias. En mitad de la carcajada uno descubre que todo se parece demasiado a la realidad para no ser triste, quizá terrorífico. Cómica por sangrienta. O, como en el párrafo anterior, cómica por trágica. 

Cuenta Plaza que quizá todo sea producto del mismo tipo de educación sentimental y televisiva en la que de forma lineal y sin instrucción previa pasaron por la retina a la vez desde las películas de Mario Bava a las de Bergman. «La generación anterior a la nuestra se crió en el cineclub, la nuestra en el videoclub». A su lado, Vigalondo, algo más joven que los otros dos (del 77 que no del 73 como Plaza o del 71 como Rodríguez), se exhibe más radicalmente ecléctico: «Uno acaba haciendo las películas que cree coherentes con su propia consciencia de espectador. Me siento tan atraído por el cine de autor como por los géneros populares. Y ese sí creo que es un rasgo generacional. El mismo mecanismo que te hace disfrutar de Judd Apatow es el que te hace disfrutar de Sokurov. Y eso hasta cierto punto es nuevo y, a mi juicio, muy saludable». 
Probablemente el origen de todo se encuentre en películas como El día de la bestia, Tesis o Los sin nombre. Las tres citadas por Plaza. «Pertenezco a un grupo de cineastas que antes de saber si podían rodar habían visto La madre muerta, de Bajo Ulloa, o Todo por la pasta, de Urbizu», añade Vigalondo. «Lo peor es que el cine español es víctima de unos prejuicios que pesan más que el propio cine español que se estrena», concluye, algo críptico pero expresivo, Rodríguez. 

Sea como sea, Grupo 7 cierra un círculo virtuoso que, aunque sólo sea por acumulación, devuelve al cine español la sensación de las sensaciones nuevas. Y más concretamente, en el thriller de Rodríguez, la sensación inédita del color negro en toda su agónica belleza. Y lo hace para enseñarnos desde los barrios más turbios de Sevilla lo que ahora somos. 

Podría alguien pensar que la aventura equinoccial de un grupo de policías enredados entre drogas, putas y camellos unas cuantas décadas atrás es ya el retrato pasado de un tiempo que ni nos importa ni nos concierne. Nosotros y nuestros trenes AVE, nuestras ciudades de las ciencias y nuestras hipotecas sin pagar no somos esos. Y, sin embargo, ese olor a podrido, a basura aún caliente, es exactamente el mismo que el de los cadáveres mal enterrados. De repente, Sevilla en la España del 92 es exactamente la razón por la que hoy vivimos la España de hoy. 

Y lo mismo vale para REC3, para Extraterrestre y, sin apurar demasiado, para Luces rojas, de Rodrigo Cortés; para Intruders, de Juan Carlos Fresnadillo; para Mientras duermes, de Jaume Balagueró; o para Lo imposible, de Juan Antonio Bayona, que se estrenará después del verano. De repente, donde el espectador cree acercarse a una simple película de zombis, o de cómicos con un bote de melocotones en almíbar (tal cual), descubre la extraña sensación de sus días y sus noches. Tan trágico, tan cómico, tan moderno, tan optimista

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