Sin hada madrina y sin zapato

No se estila entre los melómanos la traducción de La Cenerentola. Quizá por un conflicto de sonoridad que pone a prueba las grandes diferencias fonéticas del italiano y el español. Las vocales de la Cenerentola predisponen a una melodía solar tanto como las consonantes de la Cenicienta malogran cualquier oportunidad de lirismo canoro. 

No relacionamos, por tanto, a Rossini con La Cenicicienta, aunque puede que el hecho de atribuirle La Cenerentola también obedezca a la propia autonomía de la ópera respecto a la fábula de Perrault y a la versión posterior de los hermanos Grimm.

Tanto el compositor italiano como su libretista, Jacopo Ferretti, decidieron suprimir la dimensión mágica o sobrenatural del cuento. No hay noticia del hada madrina, ni aparece el ultimátum de la media noche. Tampoco existe la carroza encantada. Ni siquiera consta el número del zapato con que el príncipe localiza a su candidata. 

Las diferencias responden a una explicación más logística que conceptual. Era difícil poner en escena los efectos especiales que requerían la magia y el palacio, sin olvidar que Rossini y Ferretti vampirizaron una versión operística de Stefano Pavesi estrenada sin la menor repercusión tres años antes (1814) en la Scala de Milán.

Se trata por definición de una ópera bufa con episodios desternillantes y ritmo trepidante, pero llama la atención que Rossini conciba a la protagonista como un personaje ajeno a los demás y a la propia naturaleza cómica de la obra. Angiolina, la cenicienta, ocupa un espacio indefinido entre la realidad y el sueño. De hecho, la melancolía del aria con que comparece -Una volta c'era un re- y el dificilísimo rondó del desenlace -Nacqui all'affano, al pianto- la convierten en una heroína de ópera seria, elegiaca. 

Semejantes diferencias destacan aún más por el contraste respecto a las tramas subordinadas. Particularmente las caricaturas que conciernen a las hermanastras de la Cenerentola -Clorinda y Tisbe- y al histrionismo incontenible del páter familias.

Don Magnifico, nombre del madrastro, desempeña el arquetipo del personaje bufo. Rossini lo reviste de onomatopeyas y le concede un aria de gran eficacia entre los espectadores. Tanto por el virtuosismo como por el absurdo contenido argumental del pasaje: Don Magnifico confiesa haber soñado con un solemne burro alado que se posaba en la cima del campanario de una iglesia. 

Se trataría de una misteriosa premonición relacionada con la prosperidad de la familia, aunque el príncipe de esta fábula terrenal, Ramiro, no repara en Clorinda ni en Tisbe. Se detiene en la humilde cenicienta y pacta con ella un ardid de trampas y travestismo que contiene el mejor dueto amoroso escrito en toda la ejecutoria rossiniana.

Tuvieron ocasión de escucharlo los espectadores que asistieron al Teatro Valle de Roma el 25 de enero de 1817. Rossini había compuesto un año antes El barbero de Sevilla y se encontraba con 25 años en la cima de su carrera, aunque la composición de La Cenerentola fue el resultado de una decepción con posdata de la Santa Sede. 

Había decidido ponerle música a una comedia inmoral que hacía furor en París (Francesca di Foix), incluso había esbozado algunas ideas musicales. Tuvo que abandonarlas en cuanto intervinieron los censores vaticanos, de forma que Rossini improvisó la idea de Cendrillon y se avino a terminarla en cuestión de tres semanas recurriendo, como era costumbre, a sus operaciones de reciclaje. 

Quiere decirse que el fértil compositor italiano amalgamó la partitura con pasajes de otras óperas. Repitió, por ejemplo, la sinfonía de La Gazzetta y transportó el rondó final del Barbero de Sevilla a la voz de Geltrude Righetti-Giorgi, cuya notoriedad entre los monstruos vocales de la época -léanse los elogios de Stendhal- no mitigó el fiasco del estreno. También le había sucedido al Barbero en una noche de maldiciones, pero Rossini era consciente de que los motivos del desencanto popular no estribaban en la música ni en el libreto, sino en la precipitación con que se concebían entonces los encargos y los estrenos operísticos. Sirva como prueba que el maestro finalizó el dúo Don Magnifico y Dandini el mismo día del estreno, razón por la cual el nerviosismo de los cantantes se añadió a las desgracias de la tramoya en una velada de pesadilla. 

Dos siglos después, La Cenerentola forma parte del legado capital de Rossini y se interpreta con regularidad en los teatros de ópera y festivales. Empezando por Glyndebourne, cuya presente edición apuesta por mediadores anglosajones: la dirección escénica de Peter Hall, la batuta de James Gaffigan y la cenicienta de Elisabeth DeShong. 

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