Los médicos en Cataluña

¡Miguela! iMiguela! ¡Miguela!, vociferaban los milicianos en los teatros del Madrid rojo de la guerra civil. Y salía Miguel de Molina «hecha una reina» con la camisa de lunares anudada en la cintura. Qué porte, qué cintura apretada, qué pantalones ajustados, qué sombrero cordobés con el ala hacia el lado izquierdo ligeramente suela la cinta y qué manera de decir: «Apoyó en el quicio de la mancebía...». Y, claro, los señoritos fascistas le cortaron el pelo, le dieron aceite de ricino y tras la paliza, malherido, le dejaron abandonado en un descampado. 

Miguel sabía que no podía poner ninguna denuncia: los señoritos eran el conde de Mayalde, Sancho Dávila y el Jefe de Sindicatos. Casi a rastras llegó hasta un taxi, se puso una peluca y no dejó de correr hasta llegar a Argentina. En ese momento en España habían ganado «los señoritos» para no dejar, entre muchas otras cosas, que La bien pagá siguiera en una casa de «lenocinio» no controlada. Doña Concha Piquer se quedó con las canciones y dijo lo que había que decir: «Apoyó en el quicio de la casa mía». 

Como Dios y el Generalísimo mandaban. Pero Miguel se llevó los trajes de escena -él mismo los confeccionaba de manera primorosa- y algunas canciones. En América fue muy bien recibido. Escribió una carta a Perón y Evita le hizo de embajadora. Entre artistas se entendían.

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