Benidorm triunfa más que Cancún

Fijense en la orilla. Sigan el rastro de las hormigas y miren, miren discretamente ese vaivén de cuerpos semidesnudos que se rozan y se empujan como si fueran holas. ¡No arrojen aún la toalla! Abran los ojos, agucen los sentidos y métanse en la piel de las 250.000 almas que palpitan cada verano en este Manhattan playero. Sin aprietos.

Tan contentos ellos. Ingleses, holandeses, italianos, madrileños, vascos... Abuelos, matrimonios, con hijos, sin hijos, con ellas sin ellas, sin ellos, sin tapujos... Como si estuvieran en el paraíso, siguiendo el consejo de alguien que vio crecer de la nada a este pequeño gran pueblo: «Si tú quiere, Benidorm puede ser más exótico que Cancú. 

Todo es cuestión de proponérselo». «El arroz es como la mujer: o estás encima o se te va». Palabra de Juan Agulló Pérez, que de esto y de otras muchas cosas sabe como el que más. Antes de velar por los sabrosos arroces del restaurante L'Esclau, Juan fue almadrabero, albañil, maitre, concejal y hasta zahorí. Porque hubo un tiempo en que el viejo Benidorm sobrevivió con el agua al cuello: «Hambre, lo que se dice hambre, no llegamos a pasar.

Pero ganas de comer, todas las que quieras y algunas más». Recuerdos en blanco y negro: la playa de Poniente cuajada de pequeñas barcas, la bahía de Levante en su desnuda inmensidad, el pequeño poblachón desparramando sus casas blancas sobre la cala de Malpas... Las paredes de L 'Esclau son todo un homenaje a ese Benidorm que yace bajo las torres de cemento, el mismo que vio nacer y morir al abuelo de Juan, el esclavo del mar.

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