El milagro de una ciudad costera

«Aquello tenía su encanto, pero se sufría lo suyo... Aún recuerdo cuando los pescadores de aquí se recorrían el Mediterráneo, desde Tarifa hasta Tarragona, siguiendo a los atunes». Juan habla con la emoción de quien ha visto crecer a un niño: con cierta niebla en los ojos, pero sin demasiada nostalgia.

Corrían los años sesenta cuando cayó sobre Benidorm el milagro del pan y los peces. Los habitantes se multiplicaron diez, por treinta, por cien. (Y como dice alguien que conoce el pueblo mejor que nadie: «En cuatro o cinco años se construyó más que en toda la historia desde los íberos»). Todos fueron medrando, con ese espíritu fenicio que llevan en la sangre quienes aquí nacieron. 

Y Juan, el nieto de l'esclau, no podía ser menos: «Ahora vivimos muchísimo mejor. Nosotros mismos hemos sacado adelante el pueblo y ahí lo tienes, contra viento y marea». ¿El futuro? Quizás pasemos unos años malos, pero esto es un monstruo anclado y bien anclado». Y el monstruo palpita a diestra y siniestra del sufrido casco antiguo, en dos inmensas playas que se dan la espalda. Poniente: un mar de arena gris y viscosa, niños chapoteando en el agua y padres tomando el sol en parcelas solitarias, sin nadie a cinco metros a la redonda, un alivio...

Levante: rascacielos que se estiran como espigas de cemento a pie de playa, una pequeña franja de arena hirviendo y un mosaico de hamacas que hay que saltar para llegar hasta la orilla: paraíso del voyeur de turno, todo un festival de pechos al aire: morenos y lechosos, menguantes y crecientes, de pezones rebosantes o reducidos a la esencia de un garbanzo. Está muy claro. Aquí se viene a ver y a dejarse ver, a bucear entre pieles ajenas y a sentir casi el sudor del vecino. 

(Alguien que conoce muy bien Benidorm lo llama el síndrome del metro). Se llaman Juanjo y Luisa, tienen 24 años y residen en Madrid. El veranea aquí con sus padres «desde toda la vida»; ella viene por segunda vez, armada de resignación. «Lo más que aguanto es una semana; si estoy más tiempo se me cae esto encima», dice Luisa. «Por la noche es divertido, pero por la mañana se hace insoportable».

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