Falta de legitimación del pueblo

Efectivamente, no podemos olvidar que las democracias se desarrollan en ambientes secularizados, donde es imposible buscar la relación con un Trascendente extrahumano o extracósmico, para deducir de ahí la bondad o maldad de su actuación.

Las democracias se tienen que buscar su legitimación de una forma absolutamente inmanente. Hermet lleva toda la razón cuando advierte que aquí se ha operado una translación. La voluntad general apenas se distingue de la de un Estado absoluto, erigido en único intérprete de la verdad social. Rousseau se une a Platón para quien la justicia -a falta de democracia- se inscribe dentro de «lo que redunda en interés del mejor de los Estados». Siempre según Platón, este estado «intenta alcanzar el bienestar de la ciudad entera, al unir a los ciudadanos». 

Este es su deber imperioso, ya que «el fermento de la degradación y de la desunión no viene del Estado, sino del individuo, que porta este germen en sí mismo». Rosseau no se atreve a declarar este miedo al ciudadano o al pueblo. Para él, la voluntad general es «siempre recta».

Pero la duda le atenaza. «Haría falta los dioses para dar leyes a los hombres», confiesa en un momento de desesperada sinceridad. A falta de dioses, Rousseau les recomienda a los ciudadanos someterse al «legislador que osa acometer la empresa de instituir un pueblo». En resumen, este legislador providencial tiene por misión «alterar la constitución del hombre para reforzarla». 

Y se atreve a afirmar que «es necesario que despoje al hombre de sus propias fuerzas para darle otras que le sean extrañas, y de las que no pueda hacer uso sin la ayuda ajena». Así el filósofo ginebrino establece que el cumplimiento del destino democrático de un pueblo depende de un accidente milagroso, de la aparición del taumaturgo redentor dotado de eso que más tarde se llamará una autoridad carismática. Y así la obediencia del ciudadano debe parecerse a la que surge de la fe. Y la democracia en cuestión no es un régimen de gobierno.

Se transforma en el objetivo último hacia el cual debe tender el taumaturgo: la creación del hombre nuevo, liberador de su voluntad egoísta y sometido al orden social para bien de todos. Todo esto trae a la memoria el poder tiránico que rigió en la Ginebra de Calvino, gobernada por la ley de la exclusión y de la censura. Y para que nada faltara, Rousseau, el filántropo, reconoció la utilidad de los censores. Sin duda alguna destacó la censura durante los períodos que precedieron a la difusión de las ideas generosas que preparaban su nacimiento. 

Pero la bendijo luego, en la medida en que «conservaba las costumbres evitando que las opiniones se corrompieran, considerando su rectitud mediante prudentes aplicaciones, incluso en ocasiones fijándolas cuando todavía eran inciertas». En una palabra, el gran peligro de la democracia, «dejada de la mano de los dioses», es que se cree dentro del mismo pueblo algún «dios vestido de paisano» que les proponga a los ciudadanos el espejuelo de la legitimación, aun en contra de sus intereses verdaderos y sin que ellos se den cuenta de estar manipulados.

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