Hay trenes que forman parte del pasado

En la estación de Debrecen (por la que pasa el expreso Budapest-Moscú), pedimos billetes para Satu Mare, nuestra primera parada en Rumanía. Enseguida nos mandaron a una recóndita ventanilla. 

Ahí la funcionaria sacó un horario, lo examinó diligentemente y por fin encontró el tren. A continuación preparó un billete por triplicado, arrancó uno de ellos y lo puso en otra carpeta con el dibujo a color de un tren en la portada. Le entregué 432 forintos y partimos hacia la frontera. 

Y gracias a los Ferrocarriles Húngaros. Pero nuestro vagón es rumano, lo que significa un salto atrás de al menos cuarenta años (un salto frecuente en Europa Central). 

Es antiguo pero hermoso, con un techo curvado y el pasillo pintado de azul. Y hay órdenes de no asomarse por las ventanas en cinco idiomas (rumano, ruso, italiano, alemán y francés). Es maravilloso saber que algunas antiguas tradiciones europeas perduran. Hasta en Rumanía es «pericoloso sporgersi». Lo que no es peligroso, parece, es contrabandear con mercancías. La campesina hace su «striptease» con el café mucho antes de que los funcionarios de la aduana rastreen todo el vagón.

Primero son los húngaros, quienes de buen humor preguntan si vamos a sacar del país forintos. Sí, lo hacemos: demasiado dinero para tan pocas cosas significa que llevamos un serio superávit. Además llevamos caviar en exceso. Pero no aparentan darse cuenta. De la frontera llega una encantadora rumana con una enorme saca de cuero y me veo obligado a cambiarle 200 dólares por 1.742 lei. No fue una muy brillante operación de cambio. 

Luego viene un aduanero que revisa nuestros visados y, finalmente, una muchacha muy joven, primorosa, en uniforme, que comienza por mirar nuestros bolsos. Lo hace de forma superficial, pues está oscureciendo y es casi imposible ver. Hace señas a las campesinas y éstas descienden alegremente al andén con su botín. La exputa se detiene una o dos veces, y obviamente tiene un corazón de oro, pues nos da un poco de dulce de jalea y dos peras antes de bajar al andén con una pesadísima maleta llena de latas, pasta y café. Bienvenidos a Rumanía. 

El hotel Dacia en Satu Mare estaba tan inmerso en la oscuridad que pasamos de largo. Cuando volvimos sobre nuestros pasos un policía holgazaneaba en la puerta.

Eran las once y media de la noche, y habíamos caminado una milla desde la estación. Penetramos en un amplio vestíbulo y la puerta hizo un ruido terrible al cerrarse tras nosotros, pero el chirrido apenas si impidió que las dos chicas tan repeinadas de la recepción interrumpieran su charla. Una nota advierte firmemente en varios idiomas: «No hay habitación». Pero no hago caso y pregunto en francés si tienen alguna. Sí, dicen, mostrando dos larguísimos formularios que hay que rellenar por ambas caras. Pagamos la cuenta en el acto, en lei, pero por un par de cervezas tenemos que pagar en dólares. 

Pronto nos hundimos en la cama. Europa Central es la tierra de los tejidos de lana, pero no del piqué que ha invadido el Oeste. Rumanía sigue la moda, pero tiene enormes almohadas cuadradas que te obligan a darte media vuelta en la cama. Los húngaros, en el otro extremo, tienen la misma clase de almohadas, pero te dan dos, una muy grande y una muy pequeña. Una buena idea.

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