La Venus en un espejo

Uno de los caminos del barroco consiste en sesgar hacia lo popular o hacia lo sórdido los grandes temas, por ejemplo, la mitología. A caballo entre esa manera que tan amenudo utilizó, lo coticiano y el vivo paladeo de la hermosura, surge La Venus del espejo. Una joven de estilizada figura y pelo negro se reposa en la intimidad de su lecho, y goza narcisisticamente en su belleza. Un cupidillo sostiene el espejo. Sí, podemos decir que el tema está en la pintura veneciana, y que Tiziano en El Aseo de Venus utilizó los mismos elementos con una rubia maciza.

Pero Velázquez supo bordar y hacer suyo, absolutamente propio el asunto. Esta Venus bruna tiene algo de encantadora muchacha callejera, de chiquita de Madrid, un poco de pueblo. Pero posee además la gracia felina, la perfección esbelta de las formas de una doncella aristocrática, ideal por tanto para representar a una diosa. Velázquez -tan dueño de sí, tan maestro- se mueve entre el oropel mitológico y el gusto sabroso de la plaza. Por lo demás el juego entre el rojo y el negro, esa palpabilidad de los terciopelos, da al lienzo el color de la tradición española más noble, al tiempo que se anticipa a las escenas de tocador -todo mórbido erotismo- que caracterizaron el rococó.

Es verdad que no abundan entre nosotros las desnudeces y pensamos que lo más propiamente español suele ser un realismo subrayado y muy fuerte. Pero siempre nos olvidamos -juzgando así- de las refi nadas cortesanías, del caballero Garcilaso, de Herrera el platónico o de Góngora, retratado por nuestro sevillano. Si pudieramos llamarlo así, habría que decir que Velázquez se inventa el desnudo a la española. Bebido en los cálidos próceres italianos, nuestro pintor hace vivir su cuadro -colores, textura, belleza de la mujer- en una tradición nuestra, elegante y con un dejo de calle, que decía tener pudor al desnudo, aunque alguna vez lo afirmó -como aquí- de soberana manera. Atrapada la beldad en su estancia privada el pintor nos deleita con una composición barrocamente perfecta y un regusto de juventud, galanura y licencia. Pintado poco antes de noviembre de 1648 -a los 49 años del artista- fue hecho para don Gaspar de Haro, marqués de Eliche.

Era éste sobrino de Olivares, por aquellas calendas, un mozo de veinte años, jaranero y apuesto, conocido en la Corte por su liberalidad y su libertinaje. Y así es curioso que el Velázquez maduro quisiera celebrar la vida, en lo que tiene de más exaltante y arriesgado, pintando una escena de cama para un muchacho aristócrata que arruinó su salud entre las actrices y las prostitutas. ¿Uno de los más bellos cuadros de Velázquez retratando secretamente el fornicio? Y es que este gusto carnal (Don luan o La Celestina) forma parte también de la tradición española, aunque a veces no reparemos en ello. Sensualidad, belleza distinguida y gracejo, La Venus del espejo nos susurra que no todo fueron místicos y hogueras en aquél tiempo.

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