Las orejas de Felipe González

Solecismo de franela o tervilor, repetición de sí mismo, cacofonía, tautología, es el Felipe electoral, con plomo en las orejas, todo él de bondadosidad y conyugal alarde. Y digo bondadosidad porque a Felipe González la bondad a cuadros de cuando entonces se le ha ido enlagunando en bondadosidad, que es la de los padres procesales, los jesuitas de la infancia y los políticos cansados. 

¿Elecciones para qué? Ancho otoño de España, abrumado de las nubosidades que trae Charo Pascual y la gramatiquería de los líderes, un marengo verbal que ha entrado en nuestras existencias persuadidas y atardecidas para corroborar el triunfo o reflejo condicionado de las clases medias y el progresismo conservador, la gloria y ventaja cansinas de una socialdemocracia con las nieves de antaño plateando las sienes del presidente. ¿Elecciones para qué? Elecciones para convencidos, la insistencia como argumento cuando no hay otros mejores, la insistencia como resistencia, estrasburgos de platas y de idiomas corroborando la tediosidad granburguesa de lo mismo.

No hay ideas, no hay proyectos, no hay soluciones, no hay diálogo sindical ni aventura social, no hay sino poner los huevos de la gallina de oro sobre la mesa, haciendo de la cantidad un pan como unas hostias y del recuento un sayo o capisayo con que investir de nuevo al príncipe infrarrojo cansado de sí mismo, con gala de estadísticas y lujosos sofismas que sitúan la gloria eterna en el 92 y el salario mínimo en lo que diga Solchaga contando por los dedos. El solecismo o Felipe, patria o yo, un «Luis II de Baviera» vagando por la Moncloa, a la espera quizá de Sacher-Masoch, o sea Guerra, alguien, algo que encienda con verba o masoquismo el alma rectificada del presidente, el motor preparado de aquel seiscientillos petardero del primer socialismo/82. ¿Elecciones para qué?

Fue una Utopía en tintas planas, una euforia discreta, el encanto de ser de izquierdas de toda la vida a partir de los cuarenta años, pero la vida le va convirtiendo a uno en reina madre, la vida y el sarao de los ordenadores, fue una fiesta de sol municipal (en España sólo hemos hecho revoluciones municipales), extensiones del censo como una bandera de papel timbrado que vuelve a ondear España por sobre los parados y los jubilados, por sobre las cabezas y las boinas, por sobre la opa sombría de los Bancos y la conjura en vídeo de los GAL. Baja la reina madre, o sea, decía, a cantar en las Cortes o en la tele su especial musical, los largos calderones de la macroeconomía, Felipe, por huir del solecismo, hecho una Montserrat Caballé con arrobas de divisas en casa Mariano Rubio, pero que ya no da el tipo de capa andaluz, de torerillo manta que iba a revolcar España.

Banqueros y militares como verja humana que le encierra entre los pinsapos otoñales de la Moncloa, y viene el corresponsal del «Financial Times» a preguntarme, lo cual que se lo aclaro: Felipe hace con Castro y con Ortega el socialismo que aquí no puede ni quiere, hace un yuppi cenceño en Estrasburgo y al fin -España, España- posa de reina madre, qué respiro, sobre el socialseuísmo, hasta que unas nuevas elecciones le elevan en el azul católico de España. ¿Elección para qué? Arancha está urgentísima y vernal en los spots. Elecciones, no para cambiar de política, que hoy en España sólo se puede hacer una y todos acabarán haciendo la misma (campaña sobre el vehículo de la campaña, la tele: ¿sobre qué, si no?) Elecciones del cuerpo a cuerpo de los líderes, el insulto como ideología, porque ideología va quedando poca y tiene perineumonía, como las vacas.

El solecismo o Felipe, el príncipe mendigo que acertó con el quietismo/conservatismo de los revolucionarios de colegio mayor. Qué tristeza marengo corrobora su triunfo soso y previo.

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