Rocío Durcal no tuvo buena suerte

Una cosa es que se pueda dar por sentado que un programa de humor es la mejor fórmula para que telespectadores de la más variada condición estén dispuestos a sentarse frente al televisor en la Nochevieja y otra muy distinta caer en la presunción de que cualquiera está en condiciones de protagonizar un espacio entretenido que aleje las manos del tentador mando a distancia. Y eso fue exactamente lo que le pasó a Antena 3.

Hay gente que es amena, que tiene un don natural -o sobrenatural, inclusopara mantener frente a sí una larga hilera de sonrisas beatíficas que con frecuencia rompen en risa, si no en carcajada. Gente con oficio, imaginación e inteligencia que sin necesidad de autobombos ni autocomplacencias se cuelan en las pantallas del hogar, se sientan a tu mesa, comparten tu noche y son aceptados con la misma generosidad que ponen en sus actuaciones. Y, luego, está gente como Alfonso Arús. Pensar que su presencia en la pantalla es motivo suficiente para garantizar el éxito de un programa o considerar que es un tipo con gracia más parece un acto de fe que una apuesta profesional de la cadena que le tiene en su nómina.

Al belicoso grito de ¡Al ataque! sólo cabe contraponer el no menos sonoro de ¡Retirada! si no se quiere morir de tedio y vergüenza ajena. Salvando las «doce campanadas de Arús con leche», que acaso sirvieron para comprobar la imbecilidad de determinada gente a la que se le pone un uniforme y se cree Rambo urbano con gorra de plato, o el grado de retraso mental que disfruta Gil y Gil; salvando la repentina aparición del patillas -parodia del más casposo de los hermanos Guerra; y, por supuesto, salvando el acierto de haber contado con gentes como Serrat, Celia Cruz, Joaquín Sabina (por favor, que no vuelva a repetir su actuación del jueves con Rocío Dúrcal) y, por supuesto, Juan Luis Guerra, el resto del programa iQué buena suerte! fue absolutamente prescindible.

Y cuando digo «programa» creo que exagero. Sí, sí; sin duda estoy exagerando. A no ser que. demos definitivamente por perdido el concepto que nos sirve para definir un programa. Porque lo de Arús en la Nochevieja fue, en realidad, un espacio de promoción -tanto de sí mismo y de su programa habitual como de las más variadas marcas comerciales- salpicado de actuaciones que daban cobertura a esta gran gala publicitaria. Cuando Arús dice eso de «muchos son los profesionales que nos hemos incorporado a esta cadena», uno tiende a pensar que es un latiguillo dialéctico. Lo suyo son los momentos Ballantines, la videoconsola Sega, los patés «La piara», las conservas Dani y otras variadas cuñas que resultan no menos estridentes que sus ramplonas imitaciones y sus gritos histéricos. No menos chirriantes que su idea de colarnos de rondón a Franco hablando con José Manuel Lara de sus memorias. Ni siquiera fue cómico -y mucho menos atractivo- el encuentro entre los dos carrascales.

Debe de ser porque con uno, el original, hay más que de sobra. Este periodista metido a relator de lo que ocurría en la Puerta del Sol y a onomatopéyico campanero («los cuartos suenan dingdong, dingdong; y luego las campanadas son más graves, dong») sí que tiene valor. Se sabe simple y en vez de sonrojarse deja caer su figura casi gangosa ante la cámara con un aplomo verbenero discutible que envuelve perfectamente en su falta de capacidad para improvisar. Allá él. Y en esto llegó Pajares. iQué miedo da recordar su humor de transición política! No ha cambiado mucho. Tiene una puesta en escena antigua, salpicada de dosis de chabacanería faltona y chiste fácil. Pero, sobre todo, después de soportar a quienes le precedieron, aguanta el tipo.

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