Analizando el catastro de San Valentín

Jorge Rigaud, aquel caballero que creía ser San Valentín, que desapareció arrollado por un tumulto de señoras en los grandes almacenes de Pepín Fernández, y del que sólo quedó, inmaculadamente planchada, su camisa IKE, difícilmente podía imaginarse que en estos tiempos jugar a ser San Valentín no deja de ser una majadería como la copa de un pino. A San Valentín no le dejaron entrar en la catedral de Salzburgo y no pudo, por tanto, desear larga vida matrimonial a Su Alteza Imperial la archiduquesa Sofía de Habsburgo y a Su Alteza Serenísima el príncipe Mariano Hugo de Windisch-Graetz (titular en cuatro líneas en Hola: 21 páginas y 41 fotografías a todo color, millonaria exclusiva, aunque fotos aparezcan también en Semana, Diez Minutos y Lecturas).. De regreso, pudo subrayar en rojo la crónica rosa de Jesús Mariñas en Epoca: «Por fin ha sentado su culo de mal asiento. Ya saben, un trasero enorme. Todo Madrid lo sabía».

«Fijada la fecha del casorio, eligió como marco la catedral de Salzburgo. Le parecía tan vendible como sus amores. O sus amoríos, de todos sacó buena tajada». «Precisaba algo con la dignidad que a ella le falta, la suya quedó perdida -o encontrada, nunca se sabe- en muchas alcobas españolas». «Todos despolillaron los raídos blasones para acudir sin otra naftalina que la propia al bodorrio». «Si esto es amor del bueno, venga Dios y lo vea. Sofía vendió su boda al mejor postor igual que antes había regalado sus favores a Junot o Bertín Osborne». A San Valentín, subrayando en rojo a Mariñas le dio un pasmo, tanta audacia y, mientras la azafata austriaca le servía un reconstituyente -Jota Be con hielo-, disimuló la crónica de sociedad de Mariñas y pasó las hojas del álbum fotográfico de Sofía en Hola; le miraba el rostro, su serenísima belleza, y recordaba el estilete de Mariñas. Cogió Interviú, para distraerse, y se encontró de golpe con Angeles López.


No pudo impedir que el rotulador rojo ensangrentara la senda pasada de Juan Guerra: «Mi marido tenía las manos muy ligeras, e incluso en varias ocasiones me ha llegado a tirar al suelo a bofetadas y a darme patadas en los riñones». Jesús, Jesús, decía el pobre San Valentín, y seguía: «A Juan había que cortarle hasta las uñas, atarle los zapatos, pelarle, recortarle la barba: es un verdadero moro y necesita una geisha». San Valentín, patrono de los imposibles, se sentía ridículo. Alterado, rebuscó amor entre las ilustradas. Le costó hallarlo.

Y lo halló, aunque cuando lo leyó dos veces y se enteró -la política no era su fuerte, no pudo impedir preguntarse si aquello, en realidad, no era un amor contra natura. «A mí, desde luego -le leyó a Julián Lago, en Tribuna-, en nada me ha sorprendido su pública declaración de amor al partido socialista». Al parecer, Adolfo Suárez se había enamorado de Felipe González, aunque éste, según Lago, se dejaba querer y pretendía, además como Juan Guerra, según su mujer, sacarle provecho: «Felipe contrata a Adolfo para cuidarle los bonsais». Jorge Rigaud, entre tanto rostro nuevo se encontró con dos de los de su época. Uno, el de Concha Velasco, haciendo cola, desde el 12 de enero, en Hola, para divorciarse de su marido Paco Marsó. El otro le produjo una sensación rara: cómo pasa el tiempo, se dijo, viendo a Espartaco Santoni, requiebrador de mujeres española -su especialidad-, que ha hecho su recuento particular de sonrisas verticales. San Valentín, que creía en el amor, había aprendido, con el tiempo, que éste suele enmascararse, en ocasiones, de poder y de sexo. Pero lo de Espartaco le pareció demasiado.

Mientras las revistas tradicionalmente consideradas del corazón y otras vísceras se agolpaban por las calles de Salzburgo o se escondían en el confesionario de la catedral, por ver si, entre todas, desbarataban la apalabrada boda de Sofía, las otras, Tiempo, Tribuna y Epoca, volaron al puerto de Vigo a ver si venía de América un barco cargado con las memorias de Espartaco Santoni. Y todo porque ese play boy latinoché, que conoció sábanas de raso y el catre de Carabanchel, cuenta con desparpajo de todas las mujeres -célebres- que amó: Analía Gadé, Bárbara Rey, Carmen Cervera, Mary Carmen (sin sus muñecos), Marujita Díaz, Massiel, Pilar Velázquez y tantas otras.Espartaco, que no ha olvidado nada, se defiende en Tribuna: «La verdad es como es y no admite maquillaje». En Tiempo, son ellas: «Te engatusaba y luego resultaba que, como amante, no valía mucho» (Massiel). «A mí me cautivó y sedujo como a una colegiala» (Tita Cervera). Paloma Barrientos y Pilar Parra, en Tiempo (ignoro si es ésta la revista que, según Mariñas, de Epoca, ha pagado cinco millones:

«Durante un mes, un par de redactoras estuvieron poniendo moralina a tanto despendole del que Espartaco se ha llevado tres millones»), son las que han investigado. A San Valentín el asunto le parece nauseabundo, aunque no puede por menos que sonreír cuando lee, en Tiempo, que la mayoría de las consultadas consideran que el tal Espartaco en la cama «es más bien normalito». Y que se ande, además con cuidado, que esté atento, que ya se lo advierte Pilar Velázquez: «Ese señor se arriesga a que mi marido, Miguel Gallardo, vaya y le parta la cara». Con todo, este sujeto, prófugo de la justicia, está al tanto de lo que ocurre por aquí, pues no va y dice en Tribuna que le atrae enormemente Alicia Koplowitz. Como si no tuviera la presidenta de Conycon bastante con los líos de su imperio.

Algunos de ellos se relatan en Cambio 16 y en Epoca. A San Valentín, que siempre ha fomentado el amor sin tecnicismos, no le cabían en la cabeza algunas de las cosas que Julio García Castillo escribía, al respecto, en Cambio 16: por ejemplo, «las huracanadas rupturas matrimoniales que hacen temblar Torre Picasso por encima del movimiento horizontal, técnicamente admisible, de veinticinco centímetros cuando sopla viento fuerte». San Valentín, expulsado de la boda de Sofía, estaba abrochándose el cinturón totalmente deprimido por cómo está el patio, cuando topó con una frase que se le había escapado en Cambio 16: se proponía, para que no cayese Torre Picasso, que torres más altas han humillado la testuz, una boda entre Mario Conde y Alicia Koplowitz. San Valentín, por fin, respiró a fondo: el amor, al final, lo salvaba todo. El avión estaba tomando tierra cuando recordó que Mario Conde ya estaba matrimoniado. ¿Y entonces?

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