El día de San Antón

Mediado de enero, San Antón aparecía en el calendario, puntual, con su escolta de bestezuelas. En Madrid, solía nevar por esa altura del año. En la puerta de la iglesia, Hortaleza-Fuente de los Delfines, gresca chillona por ese nombre, para otros Fuente de los Galápagos, lucían, bien estratificados, el clero revestido, y una representación endomingada del honrado comercio próximo, barrigudos, condecoraciones, algúna chistera, y los personajillos del barrio, aquellos tan seriotes son los maestros de la graduada... Todos se agolpaban para ver de cerca «la bendición de los burros». Cualquiera diría que para un madrileño de estos tiempos no había más animales que los burros, tanto cuajó la frasecilla.

Achuchón va, empujón viene, soterrada pelea por estar en primera fila. De pronto, la calle pone sus ruidos en paréntesis: comienza a desfilar la variopinta procesión de animalitos. Tras la guardia municipal de gala, a caballo -siempre patinan en el suelo enarenado, aparecían los basureros, mulas . cansinas tirando de los carros con la campanilla refulgente, y los chatarreros, engalanado con lilailos a lo cañí el borrico torpón que arrastraba sin aliento el Dios sepa cuántas veces reformado carricoche...

Y las rancias señoras de la acera recordaban, presunción al canto, cuando los tranviarios formaban ante el santo, atestado el pecho de medallas y montañas de oro en las hombreras, traían del ronzal a los pares de encuarte, tan cepilladitos que daba gloria verlos... Y pasaban, cojeando, los jamelgos de los picadores, y, llamativas corvetas cascabeleras, las jacas nerviosas de los caleseros, esas que devuelven a casa a las presidentas de las corridas, mozas algo grifadas y enrojecidas, envueltas en piropos y sudor.



Y se acercaban los caballos de las batallas de flores, y los percherones de los lecheros, y una representación de húsares de Pavía y de lanceros de Ceriñola, se quedaba la gente pasmada al oir la corneta que lanzaba gritos refulgentes contra las colgaduras de los balcones, y se retrasaban las vacas de las vacunas, tan sosainas, daba lo mismo verlas de cerca que a través de el escaparate de la calle Preciados, donde había que comprar el líquido portentoso, llevárselo al médico y poder así matricularse en el Instituto... Y se exhibían con esguince marchoso dos o tres chulapos de zarzuela con gallinas en la mano, las gallinas para las parturientas, «Este caldo resucita a un muerto, Cómprelo en el horno de San José, Especialidad de la Casa, AtochaBarrionuevo...» Quién podrá recordar ahora el número de Atocha...

Y deliraban, torpe pendancia, los residuos de la vida colonial, un loro antillano fabricando sin tregua procacidades y pijaditas, habráse visto con el bichejo, y la mona filipina, redondos ojos asustados, gorrita encarnada con barbuquejo negro y faldellín con lentejuelas... Y sucedían señoras y jovencitas con jaulas en la mano, jaulas donde cantaban su aburrimiento canarios, verderones, jilgueros, malvises...

Y perros, infinitos perros, una hoguera.de ladridos orillada por el recuerdo de presagios y sucedidos, casi siempre lo mismo: aquel chucho que aulló toda la noche cuando se murió el abuelo, o la perrita, aquella lobuna que parió siete perritos, se los quitaron para matarlos y hacer caldo, mano de santo para la tisis... Y surgían, reventón de silbidos entre los chavales de la acera, los niños elegantones, el hijo de don Fulano, el nieto de doña Menganita, iban de estreno y llevaban en los brazos, mantenido esfuerzo, el gato siamés de la abuela o una caja de zapatos con un conejillo de Indias o un galápago, Dios, qué cosas decían los chicos sobre el color del galápago...

Y llenaba la calle a trompetazos el Gran Circo Europeo, una cabra equilibrista y un oso lleno de mataduras. Saludaban sin parar los gitanos del tamboril y la dulzaina, los empujaba, suave, el viejecillo que cargaba con la escalerilla de tijera por donde la cabra trepaba humanamente esquina tras esquina. Revuelo de campanas, silencio . roto de la nieve, mil bocas abiertas cuando el tipejo aquel, seguramente un repatriado de Africa, puso, ante las narices del celebrante, una cajita de hojalata, envase de pastillas de zaragatona, tan saudables ellas, donde unos insectos, o quizá fieras peores, correteaban entre trocitos de lechuga.

La mano que bendecía se quedó a medio camino, absolución resuelta en amenaza, mientras la inacabable ristra animal proseguía, gacha la cabeza, calle arriba, perros, venga perros, alguna oveja, el carnero mascota del Regimiento Inmemorial del Rey número Uno... El celebrante echó por la senda de enmedio: Bendita sea la dichosa cajita, y Dios en casa de todos, y lárguese con viento fresco, qué caaa... Y se dedicó a rascarse el cuello, la nariz, las orejas, es que aquellos bichitos ¿eh?, ahí es nada...

Sin embargo, muchos madrileños asegurábamos entonces, y no vale la pena insistir, siempre habrá descreídos que no nos tomen en serio, que el santo patrón, allá en su hornacina, se removió un poco, cambió el peso de su cuerpo al otro pie, hombre, dígame usted, tantos siglos sobre el mismo, y disimuló, silbandillo, mirando al cielo mientras se arrebujaba en el hábito... Y es que, sin duda, hacía mucho frío aquel día de San Antón, ya digo, mediado enero, ya se sabe... Solía nevar en Madrid por esa altura del año.

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