Concha Piquer es irrepetible

El mismo día en que nacía Concha Piquer, el 8 de diciembre de 1908, un rayo mató al campanero del Miguelete de Valencia. 

A partir de ahí todo es verosímil. Es verosímil que su madre, costurera, vendiera su máquina de coser para que ella se pudiera comprar el vestido con el que debutar en el teatro Soqueros (un duro por domingo), lo es que marchara a América y que trabajara con Al Johnson, lo es que volviera a España y que casi no supiera hablar castellano, sólo inglés y valenciano, es verosímil que cantara las más intensas canciones compuestas por Rafael de León y Manuel Quiroga, también que Quintero le preparara los mejores espectáculos, que incidiera en la vida de los españoles hasta formar parte de su educación sentimental,- que su carrera haya resultado, prácticamente incomparable. 

Lo inverosímil es que una persona que cantara la gloria de esta forma fuera capaz de decir un buen día adiós y no querer saber nada más ni de f1usted ni de mí. Y cuando digo nada más es nada más. En contadas ocasiones apareció la Piquer. Y eso le valió entrar directamente en el descansillo de los mitos.

 Eso y las peculiaridades que f1hicieron de ella un personaje absolutamente irrepetible: su forma de decir la canción, y digo bien decir, más que cantar, su manera de pasear con un abanico a cuestas, su carácter soberbio y recio, ése que motivó que un día le preguntaran por qué no tenía amigas a lo que ella contestó «porque mi madre me parió muy guapa, con mucho arte y con mucha simpatía». Es irrepetible una artista que se niega a ofrecer bises en sus espectáculos, o que tiene narices para, en pleno Nacional-folclorismo, negarse a recoger el mismísimo Lazo de Isabel la Católica aduciendo que eso lo tenía ya «Pelé, Melé y el chico de Benaglé». 

Es irrepetible, en suma, que alguien perdure en el tiempo por encima de modas y tendencias. Las coplas de la Piquer, acaso como las de pocas, han estado en boca de porteras, meretrices, mariquitas, intelectuales, poderosos, munícipes y artistonas. Sus decires han sido imitados, sus cantares mil veces versionados, y, lo más importante, sus argumentos, mil veces asumidos. Ha sido arrabalera y wagneriana en Tatuaje, amante silenciosa en Madrina, pasional y feliz en Amante de abril y mayo, vengativa en Mañana sale, cursi en La niña de la estación, suplicante en Cárcel de oro, neutral narradora en La panala i0 o en La lirio, ilusionada y enamorada, en fin, en Ojos verdes. 

Su figura será objeto de revisiones y homenajes a medida que se vayan cumpliendo años y sus interpretaciones y grabaciones perdurarán como lo hacen las de los más grandes. Nadie se plantea hoy si Elvis o Lennon o la Piaff quedan antiguos o demodés. Suenan exactamente igual de frescos que el primer día. Tal como ocurre con la valenciana.

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