Como un ratón hipnotizado por la serpiente

No sé qué le llevó a él a jugarse el todo por el todo, sabiendo lo que arriesgaba. O quizá no lo sabía, o no podía calcularlo: Al fin y al cabo, yo le había mentido sobre mi edad. En cuanto a mí, tampoco sé por qué lo hice.

No porque consideraba que había llegado a una edad en la que debía hacerlo ni porque tuviera curiosidad.

Todas mis amigas de entonces eran vírgenes o al menos decían serlo, y yo no tenía mayor interés en ser diferente. Pienso que lo que nos unió fue que lo nuestro fuera imposible.

Quizá precisamente porque no podía ser, fue. Quizá porque de aquella manera sentíamos más intensidad en el deseo, en la seguridad misma de que la rutina y la costumbre nunca asesinarían nuestra historia. 

Lo único que se me ocurre pensar al intentar recordarlo ahora es la imagen de un ratoncito hipnotizado por una serpiente. Supongo que yo acepté su voluntad y su deseo con la misma calma mineral, de durmiente viva, y la misma inmutable -y falsa- suficiencia en la expresión que entonces adoptaba siempre ante las cosas que me superaban, con la tranquilidad de quien viene de presenciar y de vivir historias tan inauditas como para que nada le sorprenda o le turbe. 

Yo entonces vestía de negro de pies a cabeza y me pasaba horas encerrada en mi cuarto, leyendo libros, escuchando música y dibujando. Me comía las uñas, y apenas nada más. Caminaba encorvada (mi madre no hacía sino recordármelo a todas horas e intentaba en vano corregirme la postura) quizá porque me sentía avergonzada del pecho que tenía en una época en la que no existían los implantes de silicona y en la que una talla 95 llamaba poderosamente la atención, o quizá porque la vida me pesaba tanto como para que una fuerza imparable tirara de mí hacia abajo, hacia algún abismo invisible que podía intuir en aquellos discos de The Cure, Bauhaus, Japan y Joy Division que escuchaba a todas horas. 

Cultivaba la habilidad de sustraerme del mundo con un simple pestañeo: si me hablaban, miraba con atención, y al instante siguiente ya estaba en cualquier otra parte. Hacía caso omiso de mis padres y profesores como si tuviera al poder de agitar una varita mágica invisible que los hiciera desaparecer, y soportaba con estoico fastidio a una persona -mi cáscara, mi disfraz- a la que me habían enseñado que debía parecerme, pero de la que me olvidaba a la menor ocasión. 

La impresión del recuerdo es borrosa, sujeta a la adición y sustracción de escenas dictadas por anhelos y egoísmos, por no hablar de las lagunas y retrocesos que transforman cualquier intento de rememoración en horas de soñar despierta. Sé que cuando él dormía me aferraba a su espalda, aspirando hasta marearme el olor de aquel perfume, Tabac, que yo le regalé y que llegó a convertirse en una marca identificativa, como una segunda piel. 

Pero no recuerdo gran cosa de cómo eran mis dudas, mis deseos, antes de meterlos en esa caja fuerte cuya combinación aún sigue en el olvido. He sepultado cualquier tentación de evocación o nostalgia en la ignorancia, en la lenta, cotidiana, glaciación del pasado. Hace poco vi una película israelí, Vals con Bashir, que trataba de un ex soldado que iba entrevistando uno por uno a todos sus compañeros de regimiento para reconstruir el año en el que estuvo combatiendo en la guerra contra el Líbano. 

El soldado sabe que estuvo en aquella guerra, pero apenas conserva memoria. Sus amigos le cuentan que ha presenciado las matanzas de Shabra y Chatila, que él estuvo allí, le enseñan fotografías incluso, pero él no recuerda nada. Yo tampoco recuerdo. Quizá porque por entonces mentía a todo el mundo. Pero lo peor es que me mentía a mí misma. Mentía en un sueño tan intenso que ignoraba hasta estar soñando, porque me repugnaba como la peor de las bajezas aquella predilección con la que mis sentidos se recreaban en la tibieza de su piel. 

Me acometían un remordimiento punzante, un asco de mí misma, un tormento de tener que despreciarme que no tuve otra solución que el olvido. Tenía que concentrarme en seguir hacia delante. Como un funámbulo que avanza sobre la cuerda floja, no podía permitirme mirar hacia abajo ni a los lados por miedo a resbalar. Yo sufrí muchísimo, él dice que sufrió también, pero él era mucho mayor, tenía experiencia, estaba curtido. Representa un gran esfuerzo recordar los detalles de ese dolor, sólo me queda el eco del sufrimiento, las huellas que ha dejado en mí. Recuerdo más su ausencia que su presencia, porque el hueco que en algún momento dejó en mi vida se llegó a hacer casi palpable, como una herida supurante.

He aquí un fantástico ejemplo de cómo los intereses comerciales en sinergia pueden acabar siendo un bombazo. Corría el año 1941 en Connecticut cuando John Martin adquirió los derechos del vodka Smirnoff. Por otro lado, Jack Morgan estaba intentando lanzar su marca de ginger beer. Los dos, junto al representante del vodka, se encontraron una noche en el bar del Chatham hotel de Nueva York. Y, a base de copas, lo vieron claro: le añadieron a lo suyo la lima y se inventaron, al quinto brindis, la mula de Moscú. Gracias al despacho de este producto en una jarra de cobre que llevaba una mula grabada, y a su éxito inmediato (fue toda una sensación en Hollywood), Smirnoff pasó a ser la gran marca que es ahora en detrimento entonces, por cierto, de la ginebra. Y ganaron casi todos. 

Dada la cierta dificultad en encontrar la ginger beer, bebida que recientemente se ha recuperado gracias a la nueva tendencia de coctelería vintage que arrasa en todo el mundo, Gotarda acepta el cambio por ginger ale en su formulación, aunque matizando que «lo ideal es mitad y mitad, para evitar el excesivo picor del jengibre». Otros formatos incluirían whisky irlandés, una rodaja de melón, hierbabuena, una vaina de vainila… 

Pero todavía una última precisión desde la barra: se conseguirá un toque muy sofisticado y snob utilizando para la mezcla el vodka polaco Zubrówka, aromatizado con las hierbas de las que se alimentan los últimos bisontes salvajes de Europa. 

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