La intimidad de Rosa Chacel

Siguiendo el modelo del clásico Fernán Pérez de Guzmán en sus Generaciones y semblanzas (que, según su estudioso Domínguez Bordona, «no son exactamente historia ni biografía: son retratos, o más bien bocetos de personas a quienes el autor conoció y observó»), Luis Antonio de Villena ha publicado unas Nuevas semblanzas y generaciones (Pre-Textos), todas de escritores, con un fugaz cameo de Dalí y Orson Welles. En el volumen aparecen poetas de todas las generaciones del siglo XX, de Jorge Guillén a Antonio Lucas pasando por Gimferrer, además de Borges, Paz, Zambrano, Benet, Terenci, Umbral, Benet, Cioran o Javier Marías. 

Son retratos, ya se ha dicho; pero hay también análisis literario, su pizca de cotilleo e, inevitablemente, algo de autobiografía. Y -también inevitablemente- un fondo de melancolía porque ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: muchos amigos ya no están y los que quedan salen menos. Los que no están son, por supuesto, los muertos (no todos a una edad, digamos, adecuada; la muerte levantó temprano el vuelo en el caso de Haro Ibars o Leopoldo Alas), pero también los que se alejaron física (Mariano Antolín Rato y María Calonje) o psíquicamente (Leopoldo María Panero). 

El libro trata, pues, de literatura y de eso que se llama vida literaria, dos cosas que Villena ha vivido y vive a tope. Trata, por ejemplo, de la vanidad un poco infantil de los autores plenamente consagrados. «Pero, frente a las vanidades agresivas, de trepa, de otros que he conocido luego», dice Villena, «la de Jorge Guillén tomándose tanto trabajo para sugerirme que yo, un jovencito entonces, incluyera sus haikus en una antología, estaba llena de elegancia, de delicadeza». 

Trata de esos santones que ya están en la historia de la literatura cuando uno es joven, y que, por eso, se buscan con entusiasmo, para encontrarse con que pertenecen a un mundo pasado. «A mí y a otros jóvenes nos pasó con Gerardo Diego. A nosotros nos gustaba el Gerardo Diego vanguardista pero, hacia 1970, él se había metido en aventuras poéticas, no ya de segunda, sino de tercera fila. Vicente Aleixandre, sin embargo, era un caso distinto; siempre se mantuvo en la vanguardia, atento a la poesía última, y nunca le vi como un personaje del pasado». 

Y trata de escritores indiscutibles, justamente consagrados, que, vistos de cerca, pueden resultar un poco plastas. «Quienes tratábamos día a día a Claudio Rodríguez no le veíamos como el sacerdote de la poesía, sino como un borrachín, y como borrachín era inaguantable. Tenía, además, un extraño olfato para encontrarte allá donde te hubieras ido». 

Todo ese lado personal, incluso de comidilla, si se quiere (¿pero a quién, hipócrita lector, no le gusta eso?), no es gratuito. «Hay aspectos de la intimidad de muchos escritores que ayudan a conocerlos mejor», explica el autor del libro. «Que Rosa Chacel dijera que la tragedia de su vida era haber sido fea y pobre ayuda a entender su dureza, incluso con gente cercana -yo la he visto ser dura con Clara Janés- y consigo misma». 

Rosa Chacel, por cierto, y pese a esa aspereza de su carácter, es una de las personas a las que Villena echa mucho de menos. «Yo he puesto mucho en la amistad, más que en el amor», dice Villena; «y he comprobado que las amistades no son eternas, no ya porque se rompan, sino por el distanciamiento que trae el tiempo. También por eso hay melancolía en el libro. Pero quiero creer que prima lo vital».

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