Cuando Bardem iba buscando trabajo en Los Angeles

Le cuesta encontrar las llaves del portal. Las bolsas de la compra se le agolpan a los pies y mientras discute con la terquedad de la cerradura pide perdón con educación. Ha llegado tarde unos minutos a la cita. "Había mucha cola en el supermercado", se disculpa. El actor, que acaba de llegar a su casa de Los Ángeles (Estados Unidos), es una estrella consagrada y de sobra conocida en España y aún un aspirante en un Hollywood cada vez más despiadado, una década después de haber aterrizado.

Es Jordi Mollà (Hospitalet de Llobregat, Barcelona, 1968), actor conocido desde 1992, año en que Bigas Luna le dio el papel del niño pijo en Jamón, jamón, célebre tras meterse en la piel de un yonqui en la fabulosa La buena estrella (Ricardo Franco, 1997), junto a Maribel Verdú y Antonio Resines. Esas son las coordenadas conocidas de un Mollà que además, y aunque una parte de la opinión pública lo ignore, pinta, una pasión en auge que hace unas semanas llevó al mismísimo Harvey Weinstein, productor de productores en Hollywood, a patrocinar una exposición de su obra en Los Ángeles. Más de 400 invitados.

"Lo de la pintura empieza hace 20 años. Al principio estuve siete pintando para mí, hasta que me convenció Bigas Luna de que enseñara mis cosas. Pero hay algo que tiene que quedar muy claro. Yo no soy un artista. Soy un actor que hace cuadros", matiza mientras fuma con profundidad, dejando que la bocanada le coma el espacio.

Mollà ha dejado las bolsas en la cocina y se sienta un segundo en un sofá ubicado a modo de esquinero. Vive en un apartamento amplio, muy americano, de cocina abierta, en un segundo piso y con vistas a una calle arbolada desde el salón, en una zona céntrica de Los Ángeles. Es su refugio intermitente, a caballo entre el corazón de la industria del cine mundial y España, entre Madrid y Barcelona: "Nunca tengo España demasiado lejos".

Entrar en su casa supone toparse con su obra de golpe, con un metódico desorden repartido por casi todo los cuartos. "¡Cuidado, cuidado! No me pises nada", solicita mientras muestra parte de lo expandido en suelos y mesas, obra atrevida, descarada. Sin tapujos.

Solo el baño y la cocina se libran del despliegue espontáneo. Y puede que su dormitorio, en donde a Mollà le encanta echarse la siesta. "Eso todavía sigue siendo sagrado", reconoce con una sonrisa. "Lástima que haya tanto ruido", señala, pero la avenida principal que circunda el edificio de apartamentos no tiene compasión. Es una de esas arterias angelinas que casi nunca calla.

Irónicamente, Mollà no contribuye a la causa, al menos de forma directa. No tiene ni coche ni intención alguna de conducir por las celebérrimas autopistas de esta ancha ciudad. "Me da cierta impresión y prefiero que me lleven", confiesa.

No importa, porque se mueve de forma incesante, conectado a ordenador y teléfono para ver qué se cuece en el mundo. En su mundo. Asegura que le gusta Los Ángeles, una ciudad que no ha conseguido arrancarle la sonrisa, pero que su historia es la de otro actor con nombre en su país que vino a toparse, en muchas ocasiones, con la indiferencia de la industria hollywoodiense.

"Penélope [Cruz] me ayudó mucho y Javier [Bardem] también", reconoce. "Son gente que me quiere mucho. Con lo de Blow [la cinta que protagonizó junto a Cruz y Johnny Depp en 2001] estaba muy fuera y de repente entré. Esas cosas no pasan nunca así en Hollywood, así que me imagino que quedarían colgados con un actor con el que ya habrían firmado y ahí Penélope fue la que dijo: '¡Este!'".

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