La genial banda sonora de El Reino de los Cielos

La banda sonora de El Reino de los Cielos que suena en el reproductor de música del coche cuenta historias de caballeros cruzados en la película de Ridley Scott, pero bien vale igualmente para dibujar en corcheas y en semifusas el paisaje de la Vega del Guadalquivir, salpicado de lomas de olivos que se van amoldando en el horizonte a las primeras laderas suaves de la sierra. Entre la vastedad oscura del verde intenso, una mancha llana y blanca de cal pone la primera meta en la jornada. El pueblo se ofrece como si en su nombre llevara otra acepción de palma: la de la mano, para abrir las crónicas de cinco siglos atrás, cuando fuera fundado el monasterio franciscano que le dio origen; el mismo año en el que tres naves ibéricas fondeaban en las aguas de un nuevo mundo por colonizar.

El primero de los patios del Monasterio de San Francisco, hoy hotel en el que se alojaron jefes de estado, presidentes de multinacionales y actores de reconocimiento mundial como Orlando Bloom o Liam Neeson, guarda como tesoros los desconchones que dejan ver el estuco maloliente con el que los monjes preservaban de la humedad los muros de su casona, elaborado a base de savia de pita mezclada con cal de obra. En este lugar, en el que se escribieron las primeras líneas de la crónica de la colonización en la orilla norteamericana del Océano Pacífico, el viajero puede descansar en una antigua celda monástica que lleve por nombre el de una de las misiones que fundaron en California los franciscanos salidos de Palma del Río, como 'San Juan de Capistrano'. Y no será ni mucho menos la única referencia a la evangelización de la costa oeste norteamericana que pueda encontrarse quien decida descansar en una noche perdida en el tiempo, a orillas del Genil, que deja sentir el murmullo de sus aguas apenas al otro lado de la cerca del monasterio.

En el huerto, medio centenar de naranjos de cadenera siguen dando fruto en la misma tierra de la que se nutrieron los plantones que dieron origen a los dulces frutales de California, tras cruzar el atlántico en naos con bandera de los Reinos de Castilla y de León. Sobre uno de los muros del pabellón de caza, una piel de burro sirve de mapa en el que se ubican las misiones, fechado en 1758. En una de las anotaciones ya se deja constancia de la de 'Nuestra Señora de los Ángeles', llamada así por el monasterio del mismo nombre en Hornachuelos, y que daría lugar un cuarto de siglo más tarde, en 1781, a la ciudad conocida hoy como la de las estrellas del cine, en la que viven cuatro millones de habitantes.

En los más desdibujados recuerdos de la infancia de Salud Jiménez, la torre del homenaje del castillo de Almodóvar del Río proyecta su sombra majestuosa sobre las calles del pueblo cuando la tarde se hacía crepúsculo en la primavera. La vida real de esta cordobesa que pasó media vida buscando las raíces que finalmente encontró en el prostíbulo en el que trabajaba su madre, se novela sin aportar ni una sola línea de dramatismo en El libro de las parturientas, que retrata el ambiente del Almodóvar de la posguerra, que parece ser el mismo que se ha quedado atrapado entre los suaves cambios de rumbo del Guadalquivir, curvado al cruzar la vega a la que alimenta del frescor de sus aguas.

Desde lo alto de la torre con la que se topaba la vista de Salud cuando miraba al cielo para secar sus lágrimas de niña se divisan en los días claros la Sierra de Estepa, la de Cabra y la Sierra Morena, y llegan a distinguirse incluso las líneas quebradas de la arquitectura señorial de Posadas, de Carmona y de La Carlota.

La fortaleza, en la que hoy otros niños de infancias menos difíciles que la de Salud disfrutan de las burlas de personajes de disfraces de colores y hasta de una colección de réplicas de espadas de guerreros históricos, fue la causa de la ruina y casi de la muerte del duodécimo Conde de Torralba, que empeñó su patrimonio y treinta años de su propia vida en la restauración de la construcción, como reflejan los documentos y las imágenes que se exponen en la torre norte del castillo, en la que los sillares roídos por el viento devuelven el eco de los chillidos de los cernícalos.

En la fachada de la central hidroeléctrica de El Carpio, la cabeza de un elefante sostiene el balcón que se asoma al río, al enclave en el que un almez con dimensiones de monumento comparte protagonismo con una colonia de exuberantes abejarucos que acuden a sus ramas en la caza de los insectos de los que se alimentan. La talla en piedra del animal africano es el símbolo de la potencia del agua, elemento principal del paisaje de la comarca, y que se manifiesta con opulencia a setenta kilómetros al este: en el entorno del Palacio de Moratalla.

En el término de Hornachuelos, y ya de regreso, la parada en el lugar en el que se une el río grande con el Bembézar, afluente extremeño que le regala las aguas nacidas cerca de Azuaga, ofrece al visitante un espectáculo natural en el que participan como primeras figuras los cormoranes y las garzas reales, incluso con la intervención estelar de las nutrias. Las aguas retenidas en el curso medio del Guadalquivir hacen que las aves y los mamíferos que se alimentan de fauna acuática tengan en este lugar una auténtica despensa natural, y que el viajero se guarde para los kilómetros de la vuelta el eco de una sinfonía de graznidos escrita sobre el pentagrama en el que se refleja el ritmo incesante del latido del río, del que nace la vida en la vega cordobesa.

Comentarios

Entradas populares: