El día de todos los santos y las compotas de membrillo

Era un día de recogimiento, morado como la casulla de los curas, con ese tono violeta que noviembre exhibe hasta San Andrés, melancólico como los largos lamentos de los violines del otoño que herían nuestro corazón con languidez monótona. Todos los Santos era un día tan triste y cabizbajo como el Miércoles de Ceniza, introspectivo y frío como la lluvia, apenas endulzado por los huesos de santos o las compotas de membrillo, acaso una batata ardiente pelada entre resoplidos.

Se vestía la camilla y se instalaba la copa, todavía sin brasas pero ya aprestada para el invierno que llamaba a la puerta después de que hubiera entrado San Martín dando muerte a la piara. Tosantos era el único día del año en que reinaba la muerte y lo impregnaba todo de un sabor a acíbar y un aroma acre. La muerte cercana que había rondado la familia en los últimos tiempos con su guadaña de segar en ristre, la muerte a la que se le ponía nombre y apellidos y fecha imborrable en una lápida del cementerio, al que se acudía con veneración, casi unción familiar.

Eso era el Día de Todos los Santos, porque ya no lo es. Y no es ni mejor ni peor: cambian las costumbres como cambian los que las habitan, caen las tradiciones cuando dejan de tener su sitio al sol en el entramado social que las mantiene, cuando pierden su sentido original que les dio sentido alguna vez, cuando dejan de servir la función de cohesión social con que el pueblo las creó en la noche de los tiempos o ayer por la mañana. Todo muta, todo fluye como la propia existencia, escapándose hasta la laguna donde desemboca el río de la vida.

Ayer, el calendario marcaba Primero de noviembre, pero no era el ambiente acostumbrado, o por mejor decir, el de ese territorio de la nostalgia que es la infancia donde se imprimen los recuerdos.Ayer martes no era para nada uno de esos días cariacontecidos y fúnebres: brillaba el sol en la ciudad, apretaba el calor al mediodía y nada hacía recordar el frío espectro de la descarnada: decenas de familias se apiñaban aguardando turno para alquilar bicicletas de paseo en el parque de María Luisa, los bares estaban llenos a rebosar y las terrazas mostraban el genuino colorido de un día de fiesta grande, había millares de turistas dando vueltas por la ciudad, centenares de forasteros llegados a bordo de un barco con bandera danesa anclado en el muelle de las Delicias como si la popa fuera a engullirse el puente de Los Remedios y algunos jovenzuelos impacientes vestidos con la camiseta del Betis a la espera de un partido de los que llaman grandes.

La víspera de Todos los Santos, los jóvenes habían salido por millares a las calles disfrazados de las maneras más peregrinas (brujas, momias, monstruos, zombies, ajusticiados...) y algunos pequeños se acercaban a las casas dando a elegir entre trato o trastada (treat or trick). Y todo trasminaba vida, una explosión carnavalesca y gamberra como si fuera a despuntar la primavera en vez de entrar al largo invierno. En las noticias de TV, una asombrada informadora daba cuenta de la costumbre filipina de almorzar en familia junto a sus muertos. Tal como éramos.

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