Cuando yo era gótica y llevaba el pelo rosa

Cuando una ha sido gótica durante varios años y ha llevado el pelo rosa y los labios negros, la verdad es que recibir una llamada para proponerle que se pasee por Madrid en pijama, y que pase 24 horas con esa prenda de vestir, no es algo que le asuste precisamente. Pero no es lo mismo vestir de una manera diferente como un acto de rebeldía, de búsqueda de identidad, que ir con un atuendo que puede hacer pensar a la gente que una no anda demasiado bien de la cabeza.

Por eso la experiencia tiene un interés especial. Por una parte, se trata de ver la reacción de los transeúntes ante alguien con un aspecto que se sale de la norma. Por otra (y esto sólo lo descubrí una vez metida en situación) está el asunto de pensar que los demás pueden tener la idea de que eres una enferma mental y todo lo que eso conlleva de exclusión, prejuicios y rechazo a la enfermedad, como un estigma social. Y, por último, la sensación de estar todo el día con la misma ropa con la que una duerme. Es decir, esa impresión de que no hay corte entre el descanso y la actividad diaria tiene también su enjundia y eso se percibe desde el primer instante del día.

La noche anterior a la experiencia, estrené mi pijama. Tuve que comprar uno que realmente pareciera ropa de dormir, porque ahora, en los tiempos modernos, lo cierto es que los pijamas parecen chándales y los camisones, ropa de concursantes de Gran Hermano, así que opté por el clásico masculino, el que llevaría Cary Grant en una de esas películas de camas separadas con Doris Day o una versión menos glamourosa de Greta Garbo en Gran Hotel.

Sonó el despertador, me levanté y estuve a punto de seguir la rutina diaria. Pero, de repente, pensé que iba a ser muy raro eso de ducharme y volverme a poner la misma ropa con la que había dormido… En efecto. La sensación de volverme a poner la indumentaria que aún estaba caliente de la noche anterior fue como si no me hubiera lavado, pero no tuve mucho tiempo para reflexionar, allí estaba el fotógrafo dispuesto a inmortalizar ese instante.

Antes de continuar, debo decir que el día elegido para el experimento era uno de los más fríos del año. No lo era objetivamente, pero sí por contraste. Era la primera jornada de invierno de verdad y no puede decirse que el estilismo escogido fuera precisamente abrigado. En fin, la experimentación y el periodismo gonzo (ya saben, cuando el periodista protagoniza la crónica) tienen sus riesgos. La cuestión era hacer lo que haría en un día no laborable, claro. Que no me paso los lunes al sol precisamente y paseando, tomando té, cenando por ahí y viendo exposiciones.

La primera parada fue en un quiosco al que no voy habitualmente. Mientras ojeaba los periódicos y las revistas, para dar tiempo a la quiosquera, por si acaso, a que viera el atuendo, notaba cómo me miraba un poco asustada. Cogí El Mundo (eso la tranquilizó) y, por hablar, a ver cómo respondía, le pregunté que si tenía el Financial Times. Me miró aún más sorprendida y repitió, como para asegurarse de que no alucinaba:

-¿El Financial Times?, ¿el periódico?.

-Sí- respondí yo, muy muy seria.

-No, no recibimos prensa extranjera.

-Bueno, pues entonces me llevo La Gaceta de los Negocios también.

Después de esta conversación y de que pagara en moneda legal (y no con billetes del Monopoly) la mujer se tranquilizó. Noté que estaba a punto de interrogarme por mi modelo pero, después de mis preguntas, probablemente pensó que era una millonaria excéntrica y se cortó.

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