No era gótica era una artisca conceptual o algo así

A continuación, fui a sacar dinero. Obviamente, había que elegir sitios donde no me conocieran, si no, no valía y el fotógrafo que me acompañaba tenía que estar a cierta distancia porque, de otro modo, estaría demasiado claro que era un reportaje, una performance o una película. Entré en el banco y los empleados se miraron entre sí. Probablemente con el mismo sentimiento que si hubiera irrumpido un señor con una media en la cabeza y una pistola en la mano. 

Fue un segundo de reacción instintiva, pero, claro, cuando reflexionaron, debieron de pensar que no parecía peligrosa, así que empezaron las medio risitas. Como la vez anterior, en cuanto hablé, todo se normalizó. De repente, era alguien cabal que llevaría esa ropa por algún motivo extraño. Pero el miedo a la locura ajena se había esfumado.

El trayecto desde el quiosco hasta el banco había sido muy corto, pero el camino hasta el Museo Reina Sofía era mayor. Lo cierto es que la gente me miraba mucho menos de lo que pensaba. Tengo que confesar que, en mi época de princesa gótica, allá por finales de los 80, causaba muchos más sobresaltos entre los transeúntes y los comentarios del tipo "¿se te ha muerto el canario?" eran de lo más habitual. En esta ocasión, había una falta de atención que tiene que ver con que la gente va a lo suyo, a toda prisa, como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas, pensando que llega tarde a ningún lado. Con algunos, tenía la impresión de que si hubiera ido con una maceta en la cabeza, no se hubiesen dado cuenta. Otros miraban de soslayo, como con la vergüenza del que ve a alguien manco y no quiere mirar el brazo que falta…

En este camino, sólo dos personas me miraron como era lógico, es decir, con extrañeza. El primero, un vagabundo que iba arrastrando su carrito con cajas. Él no tenía prisa y podía recrearse con el paisaje humano. Miró de arriba abajo con curiosidad… Y sonrió. Poco después, una señora, de unos 70 años, de las que uno se encuentra en el barrio de Lavapiés, movió la cabeza reprobatoriamente.

La entrada al Reina Sofía fue bastante tranquila. El público habitual se supone que está acostumbrado a la excentricidad, a lo extraño… Efectivamente. Me paseé por las salas donde se exponían obras de Hans Peter Feldmann y del genial Val del Omar y la gente me miraba como si nada. Sólo unas señoras mayores que estaban horrorizadas ante los collages de Feldmann me echaron un vistazo idéntico al que tenían para las obras que estaban viendo. Vi cómo salía de su cabeza un bocadillo, como en los tebeos, que decía: "¿Adónde vamos a llegar?". 

Bajé en el ascensor y me di cuenta de que en un sitio cerrado, la gente sí se fijaba más. No había otra forma de inmortalizar el momento y el fotógrafo tuvo que sacar la cámara. Así que se tranquilizaron bastante. No estaban encerrados en un cubículo de un metro por un metro con una loca peligrosa. Debía de ser una artista conceptual o así…

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