De ruta por los comedores sociales

Una y media. Y Olegario llega tarde, otra vez, al turno del comedor para pobres. Tras una gabardina renegrida por la mala vida -que le «cedió» algún compañero moribundo- esconde su tesoro: una botella de vino peleón. Con un capital en calderilla de quinientas pesetas, hoy quizás podrá darse el gusto de ayunar y no por aquello de la Cuaresma. 

«Soy feliz porque con cuatro litros de tintorro, ¿quién necesita comida o la sopa boba de las monjas? La memoria, que le flaquea casi tanto como sus piernas, le impide recordar cuánto tiempo dura su felicidad etílica. «Yo sólo tomo la sangre de Cristo. ¡Loado sea el Señor. Amén!», confiesa este santo bebedor como le gusta ser conocido. El amén con el que termina cada frase le sirve para reafirmase en su fe, o al menos eso cree. Con la más feliz y babeante de sus sonrisas, afirma que en caso de extrema urgencia tranquilizará sus tripas esta noche con algo sólido. 

«Si acabó pronto con la sangre de Cristo, a lo mejor voy a La Corredera. ¡Loado sea el Señor. Amén! Y después de tanto loar al Señor, son las monjas del María Teresa de Calcuta las que sirven la cena. Otra de las órdenes que interceden por Olegario y demás compañeros de fatigas son las hermanas de la Santa Pontificia y Real Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid.

Un menú sencillo, similar al de cualquier tasca, se puede tomar gratis en los comedores que la Iglesia de Madrid y los centros municipales poseen en nuestra ciudad. Estos locales están cerca entre sí. Los más comilones pueden desplazarse andando de un lugar a otro. «A las doce o a la una de la tarde podemos comer en Las Hijas de la Caridad y cenamos en Las Calcuta, dice Samuel, un peruano que opta por el voto de silencio. Desde hace unos años, la población negra se ha incorporado a la estadística de los ciudadanos que viven o comen de la caridad. Nigerianos, norteafricanos y sudamericanos acceden a los centros de caridad para socorrer sus primeras necesidades: techo y comida. «¿Cuánto, cuánto por la grabadora». 

Aunque vaya cada día a por su sopa boba, Mohamed, marroquí, compra cualquier aparato japonés. «Son los más pulcros y educados. Sólo se relacionan con gente de su misma raza» señala Marga, una de las encargadas de las comidas. Calderón Macho -con restos de la recién ventilada comida sobre su pechera- hace las combinaciones matemáticas de quinielas más reducidas de España. Su lema es economizar las 21.000 pesetas que recibe de la beneficiencia. 

Por eso y por las 17.000 pesetas que le cuesta la pensión come cada día en Las hijas de la Caridad. Con el resto, Miguel paga religiosamente su cuota como militante del PSOE. «Doy lo mínimo que se puede pagar, 150 al mes. Es por principio, aunque sólo llevo dos años afiliado, antes era del PCE». 

Como la mayoría de los asiduos a la sopa boba, el mago quinielón vive sólo. «La familia. El padre está allí, en Gijón. Yo me marché porque al morir la madre no me llevaba bien con él.» Con una vaga tristeza, a veces odia su soledad «no me he casado porque como desde los catorce años soy asmático ninguna mujer me ha querido nunca». Hasta que por la noche vuelva a la pensión, se cultiva en la Hemeroteca Nacional, entre periódicos y libros de análisis matemáticos -otra vez las quinielas-. «Nunca he conseguido un pleno. Me conformo con las de doce aciertos, para ir tirando» sentencia Miguel de «cincuenta y nueve, bueno pon cincuenta cuatro».

Luis Lagunilla Ruíz es mendigo por la gracia de Dios. «Yo llevo esta vida porque sé que el Señor así me lo ha marcado. El me ha revelado que debo estar con los más pobres.» Su cerebro es un microchip que recuerda el día, el mes y el año de cualquier hecho relacionado con su vida. «Salí de Palencia el 18 de abril del 85. He vuelto tres veces a casa, yo digo que he salido tres veces más que Don Quijote.» Luis iba para cura, pero algo se le cruzó en el camino. Un enfrentamiento con toda la jerarquía eclesiástica palentina. Las causas «perternecen a mi intimidad. Pero te diré que yo me entrevisté en el 76 con monseñor Iniesta» dice Lagunilla. 

Sabe cuándo y dónde dejará el mundo de los vivos. «He leído mucho, y sé que cerca de los 72 años y en Roma moriré. También tuve una indicación de la televisión que me señaló algo que ya sabía. Tengo que ir a París a esculpir.»

Si los alcohólicos han sido siempre la carne de cañón de los centros de acogida y de caridad, hoy, son los drogadictos los leprosos de los nuevos tiempos. Se han integrado con gran facilidad en este lumpem de hambrientos. «Yo sólo quiero caballo. Todo lo gasto en él. Por eso cuando estoy en condiciones, vengo a este sitio para pillar algo de comer algo. Pero a veces ni me acuerdo» dice Joaquín, cinco años con el caballo. «Son los más problemáticos. Vienen ciegos de heroína y montan un buen jaleo. La verdad, es que hasta los más duros les tienen miedo», comenta Fidel, depositario de las llaves de un comedor. Los más indefensos son los ancianos. Acuden a estos centros con las tarjetas que Cáritas les da y que «se parecen un poco a las cartillas de racionamiento de la postguerra» recuerda Pilar. 

A sus 82 años debe ir a los comedores para sobrevivir. «Todo el mundo -dice- nos trata bien. Las monjas, las cuidadoras y hasta los negritos con los que me siento cuando no encuentro sitio. Ellos no me hablan, será porque son extranjeros. Y es que está bien ser agradecidos aunque sea por una sopa boba que nadie quiere».

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