Disparar una vieja Polaroid

Si la moda siempre vuelve y lo vintage es algo más que una tendencia en nuestros días, disparar una vieja Polaroid, pinchar el Sgt. 

Pepper’s lonely hearts club band de los Beatles en un tocadiscos o ponerse a escribir intensos versos en una vieja Olivetti en plena plaza del Dos de Mayo de Malasaña es algo así como alcanzar el éxtasis. (O, quizás, el súmmum del moderneo amparado en la nostalgia de veinteañeros y treintañeros).

La tecnología digital llegó a nuestros días para hacernos la vida más fácil. Pero lo fácil está sobrevalorado. 

O, al menos, eso piensan nostálgicos y modernos que pululan por éste nuestro mundo. Seamos claros: una Polaroid o una Lomo de los 70 o los 80 son máquinas perfectamente imperfectas: escupen fotografías sin contraste, nitidez ni saturación, pero conservan el atractivo del instante. Las cámaras analógicas de carrete, ni eso, pero aun así son objetos con un atractivo intangible en pleno siglo XXI.

Iván Gil, un fotógrafo valenciano de tan sólo 21 años siempre quiso tener una máquina instantánea. Hacerse con una antigua y en buen estado no es tarea fácil ni apta para todos los bolsillos. 

Así, ha acabado enamorándose de la vieja Yashica que le regaló su abuelo cuando decidió estudiar fotografía. "Aunque el sistema de enfoque es algo complicado, sigue funcionando. El hecho de poner el carrete y disparar sin saber muy bien qué es lo que saldrá después es algo casi místico", relata.

Después, el revelado en blanco y negro bajo la luz roja de una habitación a oscuras completa un proceso que podría ser cuestión de segundos en formato digital, pero que resulta prácticamente adictivo. "El olfato se acostumbra al apestoso olor de los líquidos. Un olor que acaba formando parte de ti y hasta acaba gustándote", cuenta.

Ciudades como Madrid o Barcelona han visto florecer en los últimos tiempo establecimientos donde lo analógico vuelve a ser objeto de deseo. "El boom digital ha provocado que exista una añoranza por aquellas cosas que se pueden palpar. 

Nos hemos dado cuenta de la importancia de lo físico, hacer las cosas con las manos...", asegura Emilio Alarcón, dueño de Curiosite, una peculiar tienda de Malasaña con un concepto retro en la que se vuelven a vender diarios, kits para hacer cerveza de forma artesanal y hasta películas a color para cámaras.

Pero si hay un objeto que vive una época dorada, ése es el vinilo. Según datos de la industria, en el último año se vendieron 260.000 unidades, un 85,7% más que en 2013. La moda por las agujas de diamante y el surco tiene mucho también de impostura.

"Cuando tuvo lugar el fenómeno Amy Winehouse, si no te comprabas un vinilo suyo no eras nadie. Había jóvenes que habían acudido al último concierto de Los Planetas –el grupo indie por antonomasia– y, ahora, por supuesto, también tenían que tener el vinilo de Amy aunque seguramente no supiesen qué tipo de música hacía ni quién era", recuerda Antonio Pérez, dueño de la mítica tienda de discos Bangladesh de Madrid.

La deriva esnobista ha alcanzado cotas difícilmente imaginables. En tiempos de tabletas, smartphones y gadgets, no es difícil encontrarse a jóvenes que acuden a las plazas de las principales ciudades europeas a versar sus sentimientos y los de los transeúntes que por allí pasean en máquinas de escribir.

Es más, hasta el actor norteamericano Tom Hanks ha decidido resucitar estos objetos de coleccionista creando una aplicación que convierte el iPad en una antigua máquina de escribir. La app reproduce el clásico sonido de las teclas y hasta hace tachones. Todo con tal de volver a obtener la sensación de que una vez hubo vida tangible y palpable antes de que llegase la era de las pantallas.

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