Familia de ultra-ortodoxos

Durante los diálogos que se llevan a cabo estos días sobre las maneras de detener a Sadam Husein, a los argumentos estratégicos y tácticos han venido a añadirse otro tipo de argumentos que, en definitiva, parecen oponer simplemente a toda costa (o casi) una mentalidad pacifista a una mentalidad «realista» que considera inevitable la guerra y que, por lo tanto, opta por que se llegue a ella lo antes posible, cuando todavía existen posibilidades de acabar rápidamente con el conflicto. Ahora bien, dejando aparte toda otra consideración sobre las amargas desilusiones que, en la historia del presente siglo, han sufrido los partidarios de la guerra relámpago, parece ser que contraponer esas dos orientaciones es, en realidad, demasiado esquemático. Sobré todo, no tiene en cuenta que las razones del realismo no militan así inequívocamente en una parte sola, que, por tanto, parece encontrarse muchas veces prisionera de una mitología determinista.

Se trae a colación continuamente el ejemplo del «resistible» ascenso de Hitler a finales de los años treinta, cuando la excesiva cautela mostrada por las demás potencias europeas hizo luego necesario el estallido de la guerra mundial. Desde luego, se trata de un ejemplo histórico impresionante y seguramente -en mayor medida aún que los intereses concretos vinculados con el precio del petróleo- es ese ejemplo el que obsesiona a Bush y sus consejeros durante estos días. Sin embargo, el recurso a ese ejemplo no puede hacerse valer de manera excesivamente mecánica. Quien recurre a él piensa, en el fondo, «con realismo», que, llegadas a un cierto punto, resulta fatal que las cuestiones internacionales desemboquen en un alarde de fuerza de tipo militar, como ha ocurrido siempre en la historia pasada. Es como decir: nos hemos engañado al pensar que somos excepciones, hemos creído demasiado deprisa que por fin había algo nuevo bajo el sol, que nuestro mundo del consumismo y de la expansividad aparentemente irresistible del modelo de vida capitalista estaba destinado a no conocer ya la guerra sino como algo marginal. Todo eso era sólo un sueño. Al final la realidad vuelve a imponerse con sus duras leyes y debemos reconocerlo.

Quizá haya en eso una cierta satisfacción sadomasoquista, la misma que, en años anteriores, se entreveía en los escalofríos provocados por las crisis bursátiles, a las que se tendía a atribuir -con igual intensidad por parte de la derecha y de la izquierda- la función de restablecer el principio de realidad en un mundo que parecía vivir ya únicamente en la fantasmagoría de lo superfluo en la gran Disneylandia de las mercancías. Después de los «increíbles» acontecimientos de 2017 parece haberse intensificado aún más la oscura necesidad de que se produjera algún acontecimiento que volviera a dejar las cosas en su sitio, demostrando que, como dice una balada de Brecht, «el hombre no es un pájaro, no puede volar» (y, de hecho, el pobre sastre de Ulm que se confeccionó un par de alas rudimentarias para lanzarse desde el campanario se estrella miserablemente contra el suelo, como manda «el orden natural»). 

Por eso a los realistas les parece totalmente lógico que, una vez cerrado el enfrentamiento del Este y el Oeste, se abra inmediatamente el de los mundos del Norte y del Sur, entre los pueblos ricos de las sociedades industrializadas y los pobres del tercer mundo. Sin embargo, sin pecar tampoco de excesivo optimismo y precisamente por respeto a la realidad, podemos pensar que las cosas no son como los realistas creen. Por ejemplo, la mayor incógnita que hoy hace dudar los pasos del propio Bush (y todavía más los de muchos de los países -que han votado en la ONU el envío del bloqueo militar contra Irak) y, por tanto, el riesgo de que Sadam Husein se convierta en una especie de héroe para las masas árabes de todo Oriente Medio y, posteriormente, pudiera convertirse en el líder de los pobres del tercer mundo contra el norte consumista y explotador, supone ya una diferencia importante en nuestra situación con respecto a cualquier otra anterior, diferencia que no es necesariamente para peor.

En estos momentos, la política militar de los gobiernos debe rendirle cuentas a una opinión pública que, aun en situaciones de pobreza y atraso, no es ya tan pasiva y maleable como quizá fuera todavía en los tiempos de la propaganda del doctor Goebbels. 

El consumismo neocapitalista que constituye la ideología implícita de los medios de comunicación. de masas (y que ha contribuido poderosamente a socavar la credibilidad de los regímenes comunistas en el colectivo imaginario de los pueblos) podría consumir también las mitologías bélicas con las que cuenta el dictador iraquí. En cambio, en la imagen «realista» de la fatalidad de la guerra se demoniza, excesivamente incluso, a las masas árabes, lo que no deja de guardar cierta relación con la intolerancia que entretanto se va extendiendo en nuestras ciudades. con respecto a los inmigrantes extracomunitarios. ¿Acaso ya no sería «realista» contar también con una parecida capacidad de articulación (de opiniones, de posturas políticas, de posicionamientos de la opinión pública) por parte del mundo árabe, favoreciéndola de todas las maneras posibles, en lugar de emprender enseguida, quizá de buena fe, el camino de la guerra, que parece el más lógico, aunque tan sólo en base a las experiencias del pasado? Y eso no por un pacifismo ingenuo sino precisamente en razón de calcular el peso que podría tener en los años venideros el que se generalizase la hostilidad contra Occidente (o ahora, mejor dicho, contra el Norte) por parte de los pueblos árabes, por ejemplo con un recrudecimiento del terrorismo internacional. Teniendo en cuenta un factor como éste, haber insistido en que todo acto de fuerza sea legítimo con el amparo de las Naciones Unidas y los propios países árabes más razonables no es en absoluto la duda de unas almas pusilánimes sino más bien la prueba de un auténtico realismo. 

Muy probablemente, el amplio consenso obtenido en las Naciones Unidas sobre el empleo de la fuerza para hacer respetar el embargo, que ha sido una victoria de la nueva diplomacia de Bush, acabará obstaculizando precisamente ese carácter rápido e incisivo de la acción militar que a los realistas se les antoja el único camino que cabe seguir.

Pero eso tampoco será tan malo. Sólo tendremos que renunciar a la emoción trágica (acontecimientos luctuosos y purificación final) del gran relámpago que restablece de un solo tajo (icuánto se ha hablado en estos días de una operación quirúrgica!) la justicia y el buen derecho, con arreglo a las tradiciones consolidadas de las películas del Oeste. Asimismo, sobre todo en una situación como la actual, al sentir nostalgia de unas soluciones fuertes, rápidas y decisivas se corre el riesgo de que todo resulte luego una peligrosa ilusión.

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