Las malas compañías de los políticos

No está todo perdido: Felipe González recibe oficialmente al represor sanguinario de los cinco mil estudiantes rebeldes masacrados en Tiananmen, y carcelero de «cientos de miles de prisioneros políticos»... pero, al fín, tiene un adarme de decoro, un rasgo de pudor (ah, esa preciosa castidad que no tiene que ver con el sexo, sino con el alma) y se recata de comparecer ante los periodistas, al alimón con Li Peng. No está todo perdido, pues. Aunque en un primer momento dijera aquello de «las distintas varas de medir», escudándose en que si una delegación de parlamentarios españoles se desplazó a China en visita oficial, ¿por qué no iba a poder recibir él aquí al dictador-verdugo? Era un argumento lábil y torpe. Algo mal hecho no puede servir de ejemplo para posteriores conductas. Los diputados Félix Pons, Eduardo Martín Toval, Loyola de Palacio, Pablo Castellano, Josep López de Lerma e Iñaki Anasagasti tendrían que explicar qué diablos fueron a aprender, durante diez días, y con gastos a cargo del presupuesto de las Cortes, en un país donde no existe democracia parlamentaria. También Pascual Sala, presidente del CGPJ, debería rendir informe de su «viaje de estudios sobre el sistema judicial chino». Si los juzgadores chinos tienen algo honroso y valioso que enseñarnos... iapaga y vámonos! Hay una ética de las compañías, de los viajes, de las invitaciones, de los regalos, de las condecoraciones... que, por afectar no ya al hondón de la conciencia sino a su epidermis, ni siquiera precisa estar escrita.



Cuando esa ética se transgrede, la sensibilidad recibe una descarga de adrenalina, un escalofrío, un repelús... un inicio de naúsea. No quiero mezclar churras con merinas; pero así como la presencia de Pinochet en el acto solemne de la Jura de Don Juan Carlos como Rey de España (el 22 de noviembre de 1975, en el hemiciclo del Congreso) era inevitable porque, recuérdese, cuando Carlos Arias y Nicolás Cottoner le invitaban, la dictadura franquista estaba todavía instalada en los despachos; en cambio, sí eran evitables los viajes a Cuba (en nada discretos y en todo ostentosos) de González y de Fraga. En este punto, me parece de justicia señalar que ha habido muchas, muchas visitas de políticos a Cuba: sin ir más lejos, el año pasado, Adolfo Suárez y Raúl Morodo estuvieron con Fidel Castro, no divirtiéndose, sino sentados en pabellón de despacho, y mesa por medio, aconsejando al dictador tropical «una salida pacífica a la democracia», y ofreciéndole «garantías y ayudas» de la Internacional Liberal. Y ahora mismo veríamos con enorme satisfacción que Felipe González, bien a título personal, bien poniendo por medio el nombre de España, elevase una petición formal de clemencia para los jóvenes cubanos Almeida y Salmerón, sobre quienes planea la sombra aciaga de la pena de muerte. Eso sí merece un viaje. 

Siempre me repugnó que un hombre austero, como Santiago Carrillo, aceptase del rumano Ceaucescu el aparatoso obsequio de un automóvil blindado. Y se lo reproché, a la cara. Lo mismo hice ante el rector Gustavo Villapalos, cuando condecoró con la medalla de la Complutense a quien mandó construir el ominoso «Muro de Berlín», Honnecker. Por cierto, que Villapalos me reconoció: «No era necesario y fue un error de política académica... un error que asumo íntegramente». También José Federico de Carvajal condecoró con la medalla del Senado «en versión oro» a Castro, el dictador. Pero se empeñó en no reconocer su metedura de pata. Cuando se condecora la iniquidad, algo padece: o se mancha la mano del premiador, o el premio se envilece. Esa exigente castidad del alma, cuidadosa y delicada en el dar y en el tomar, es la que aconseja al hombre público preferir antes la soledad que las malas compañías... el inhóspito desierto, antes que el alojamiento regalado en casa del criminal. Pero esto, o está escrito en la piel o no está en papel alguno.

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