Los funcionarios de prisiones son unos fascistas

Sin perfiles, con trazo de brocha gorda, cuando un político socialista se refiere a «los demás» (y ahí entran Mario Conde, Butragueño, Cuevas, Fraga, Pitita Ridruejo, Pujol, Suárez, Arzalluz, Cayetana, Ansón, Lola Flores, Mayor Zaragoza, Isabel Tocino, Puig de la Bellacasa, Plácido Domingo, el abad de Monserrat...) dice «la derecha» y se queda tan ancho. Sin matizar. Sin meterse en dibujos de si conservador, de si liberal, de si democristiano, de si popular o de si populista... Con ese baremo simplificador, lo mismo llama «fascistas» a los niñatos que cada 20-N «desenvainan» las banderas, que a los batasunos de Idígoras, que a los funcionarios de prisiones o a los conductores de la EMT, o a cualquier colectivo de currantes que se empecine en una huelga «sine die»... Para un socialista spanish, todos «los demás» tienen el ombligo redondo. 

Y visto uno, vistos todos. Por contraste, cuando ese mismo político habla de «la izquierda en este país», se ajusta los guantes de goma y entra con el bisturí de la precisión separando a comunistas de socialistas; y, dentro de estos, diferencia con enorme sensibilidad según las procedencias ideológicas, según los orígenes territoriales, según la actual sintonía o distonía respecto a Felipe y Alfonso, o a Nicolás & Saracibar... y no digamos ya si se trata de un socialista «del lobby catalán de Obiols», o «del sector herético de Damborenea», o de los «ideólogos oficiales» del equipo sistema, a quienes, por cierto, entre José Félix Tezanos, Ludolfo Paramio y Manu Escudero, tienen siempre en coritínua preñez de «programadosmil», sin que acaben de parir el definitivo texto... Desde fuera es difícil apreciar lo que distingue, en su significación política, en su desideratum social, en su cultura laicista, en su reducción economicista del mundo, a un Narcís Serra de un Pasqual Maragall, a un Paco Bustelo de un Julián Campo, a un Luis Gómez Llorente de un Pablo Castellano, a un Fernando Morán de un Enrique Barón, a un Miguel Boyer de un Carlos Solchaga, a un Leopoldo Torres de un Félix Pons, a un Antonio G. Santesmases de un Ignacio Sotelo... 


O, más sutil todavía, a un Javier Solana de un Luis Solana. Pero, entre ellos, las diferencias son ultrasensibles, aunque todos sean hijos de Besteiro, Prieto, Largo Caballero... nietos de Pablo Iglesias y biznietos de Marx. Y a partir de ahí, I'm sorry, pero todos los ombligos son redondos, aunque los socialistas se pasen la vida contemplándose el suyo propio y comparándolo con el del «compañero discrepante», como si ese guiño-pellizco en la tripa fuese, en cada uno de ellos, un emblema, una marca de origen, de carácter singular. Tienen también nuestros socialistas una inveterada-incorregible-insufrible afición a la contemplación teórica del ombligo-colectivo. 

Se reúnen, reflexionan, parlotean, discuten... en torno a lo que fue, lo que es, lo que no es, lo que será... el socialismo. Y para tales ejercicios disponen de una nutrida escudería de «teóricos», que cobran o no cobran, según se llamen «expertos» o «ideólogos». Sólo conozco una cosa más tediosa que un debate sobre el futuro del socialismo: Un debate sobre el socialismo del futuro. Prologando el libro resumen de uno de los seminarios de Jávea, y precisamente bajo el título de «El futuro del Socialismo», Alfonso Guerra, después de reconocer «la orfandad de ideas» de los tiempos actuales, planteaba la pregunta: «¿Cómo podemos avanzar hacia una situación donde se garanticen los principios democráticos que han hecho posible la libertad, cierta igualdad y cierta dignidad humana? ¿Qué hacer, para conseguirlo, ante tantas perspectivas llenas de cambios e interrogantes? ¿Qué hacer? Mi respuesta concreta, concretísima, es: no lo sé». 

Y esto lo escribía en 1986, cuando ni se avistaban, ni se olían siquiera las enormes mutaciones políticas que, de esa fecha a hoy, han transformado tantos escenarios sociales en todo el planeta. Pero desde que Guerra se sinceraba declarando su desconocimiento de la fórmula, los socialistas españoles no han dejado de darle vueltas a la cuestión, en jornadas de estudio, en cuadernos para el debate, en seminarios javeanos, en escuelas de verano, en aproximaciones y borradores para elaborar un Programa 2000... El último texto, que tengo delante, «Manifiesto del Programa 2000», es de enero de 1990. Advierte que «en la reflexión, han intervenido quinientos expertos», y que «seiscientas mil personas, de las que más de la mitad no son afiliados al PSOE, han asistido a 10.600 debates, a lo largo y ancho de la geografía española» (es transcripción literal; incluido lo de «a lo largo y ancho de la geografía española»). Pues bien, pese a tanto masaje mental, en solitario y/o en colectivo, el tal «Manifiesto» regresa en sus propuestas al ya postergado Estado de Bienestar; y como aspiración de máxima bonanza propone, con un siglo de retraso, el «Estado social»: el EstadoProvidenciaBeneficencia... 

Dicho en castizo: el EstadoTeta. Con ironía, y como de pasada, Fraga se refirió el otro día a este «Manifiesto-2000», apostillando «¡querrán decir, 2000-antes-de-Cristo!». Pero a la vez que sacan ese engendro retro-político (que no ha gustado nada, ¡pero nada!, ni a Felipe González ni a sus consejeros-lisonjeros aúlicos), convocan la minicumbre eurosocialista (Michel Rocard, Regis Debray, Claudio Martelli, Adam Schaff...) con la presencia de significados dirigentes comunistas: el soviético Vadim Zagladin, los españoles Carrillo, Ariza, Pérez Royo y el líder del comunismo italiano Acchile Occhetto, que aprovecharía tan fulgurante «mise-en-scéne» para solicitar el ingreso del PCI en la Internacional Socialista. Una petición muy meditada y previamente acordada. Occhetto es al PCI lo que Gorvachov es al PCUS soviético; lo que Willy Brandt fue al socialismo alemán, tras su Bad Godesberg de reconversión socialdemócrata; y, en fín, lo que el «felipismo» es al «pabloiglesismo»: Para unos será «humanizar el rostro del socialismo», para otros será «arriar las utopías y ganar la realidad»... 

Para todos ellos, reconocer que el marxismo «como política real» ha fracasado. Regís Debray, pocos días antes de la minicumbre de Madrid, escribía: «¡Qué objetivo persigue la izquierda?: Llevar a la práctica las políticas de la derecha, pero de un modo más inteligente y racional». Y en ese mismo artículo declaraba que los gobernantes, a la hora de elegir, anteponen la eficacia económica a la justicia social. Pues bien, más o menos esto es lo que vino a decir González cuando reconvino a «la izquierda», por su afición a «inventar el futuro, dejando a la derecha que gobierne el presente». Sí, Felipe usó «izquierda», in génere... como si de repente no hubiese matices, ni distingos, ni fronteras; como si algo-alguien exterior-ajeno-hostil amenazase y hubiera que apiñarse en el refugio «casa común»; «la izquierda» donde, a la hora de la verdad, todos, bolcheviques o mencheviques, tienen el ombligo igual de arrugado, igual de redondo. Alguien se ha preguntado por qué no asistieron los alemanes Willy Brandt y Oskar Lafontaine, o el italiano Bettino Craxi. Más significativo es que no estuviese presente Nicolás Redondo. Y es que, a pesar de los últimos acuerdos Gobiernosindicatos, esa disidencia ideológica sigue en pie y dividiendo desde dentro la familia del spanish socialismo. P

ara quienes se escandalizan del pragmatismo desideologizado que González practica, llámense Damborenea & Martín-Seco, Redondo  Zuflaur, Puerta  Castellano... fue la frase-dardo de Felipe: «Yo vengo practicando la heterodoxia, desde hace mucho tiempo». (Recordemos, 28 Congreso-PSOE: «hay que ser socialistas antes que marxistas»)... Y después: «Dejemos la ortodoxia para la derecha, que se cree en posesión de la verdad. La heterodoxia debe ser nuestra regla de oro». Con un guiño de complicidad a Santiago Carrillo, Felipe González rubricaba su cínica proposición del cambalache oportunista como actitud política. Gato blanco, gato negro... todos tienen el ombligo rugoso y redondo.

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