Tierra cultivada de monumentos

Allí, arriba, entre las soleadas praderas de la montaña, en la frontera polaco-eslovaca, se levanta un modesto monumento de piedra a quince soldados de infantería soviéticos. Murieron allí en las grandes batallas por capturar los pasos fronterizos de los Cárpatos en los años 1944 y 1945. Sus caras miran fijamente desde detrás del cristal de quince pequeños marcos ovalados. Algunos visten atuendos civiles; otros, sus uniformes de reglamento. Se mencionan sus años de nacimiento, todos entre 1910 y 1921, y sus rostros son eternamente jóvenes. Si hubieran sobrevivido a la guerra, estarían ahora por los 60 y 70 años.


Por aquí cerca hubo también batallas en 1914 y 1915, con los ejércitos del emperador austríaco enfrentados a los del zar de Rusia. Y a juzgar por los castillos en ruinas encaramados en las boscosas colinas de los valles, la lucha por controlar estas estratégicas tierras se ha desarrollado sin cesar a lo largo de los siglos. Más al este, cerca de la nueva frontera soviética establecida en 1945, hay monumentos aún más impresionantes a las batallas claves del verano y otoño de 1944. En la pequeña ciudad de Svidnik, en el fondo del paso de Dukla, una inmensa torre de piedra con una estrella en lo alto recuerda la muerte de miles de soldados soviéticos en las batallas libradas aquí. Bajo ella, la estatua de un soldado siempre alerta, el fusil en una mano, en la otra el casco. En los jardines que rodean la estatua, una docena de mujeres cuidan los macizos de flores.

Y no es sólo eso. A lo largo de todo el camino que conduce al paso de los Cárpatos, tanques y ametralladoras, aeroplanos y artillería ligera han sido colocados sobre plintos de hormigón, como permanentes y dramáticos recordatorios de las dimensiones de la contienda. Y de vez en cuando, entre los recuerdos de los ejércitos aliados, se alzan las cúpulas de madera y las torres de las iglesias uniatas, esos símbolos milagrosamente preservados de una población carpata que, en sus ritos católicoortodoxos, bordea el filo que separa Este y Oeste. En lo más alto del paso se yergue otro gran monumento conmemorativo: un soldado sombrío y extenuado, con aspecto de haber sufrido mucho, reposa en los reconfortantes brazos de una mujer infinitamente tierna.

Debajo, el día que nosotros estuvimos allí, un grupo de 30 veteranos checoslovacos ha venido a colocar una corona. Han traído consigo a un acordeonista y a un director, y por espacio de media hora aguantan a pleno sol cantando canciones extraordinariamente tristes y conmovedoras. Sus cascadas voces consiguen una total armonía con destreza y amor. En la sombra, entre las flores rojas y las lápidas grises, están sus esposas e hijas, todos llorando. Fue un momento privilegiado. La batalla por el paso de Duda, que llevó al ejército ruso-eslavo a expulsar de Europa Central a los teutones nazis, fue también asunto de los checoslovacos, con un ejército a las órdenes del general Ludwig Svoboda, héroe en 1944 y en 1968. Todo esto es historia, y de hace 45 años. Pero este verano, como para apartar de la memoria otros estíos más recientes y conflictivos, el régimen checoslovaco ha recalado en los sucesos de 1944 con un entusiasmo renovado. El alzamiento eslovaco y la llegada de las tropas soviéticas han sido recordados en la forma debida y ceremoniosamente. Es una advertencia útil recordar que, de todos los países que existen en Europa Central, Checoslovaquia (y también Bulgaria) mantienen unas relaciones muy especiales con la Unión Soviética. De cuánto respaldo popular gozan estos lazos sigue siendo cuestión de polémica, pero resulta evidente que ellos contribuyen a la relativa prosperidad y estabilidad que parece reinar en Checoslovaquia.

Esta es una zona de la que la Unión Soviética está comenzando a ausentarse. Durante algunas semanas, no ha habido una sola conversación en la que los soviéticos no hayan desempeñado un papel significativo. A los polacos y a los húngaros no les preocupa ya lo que los rusos puedan pensar de ellos; los rumanos también han marcado hace mucho su independencia. Solo los checos demuestran aún su anhelo por el paneslavismo de antaño, una política filo-rusa que una vez les procuró algunas ventajas. Para los patrones de Centroeuropa, Checoslovaquia es un estado que funciona más que bien. Y hay algunos checos y eslovacos que continúan viendo beneficios en la permanencia del statu quo.

Hacemos una breve parada en la encantadora ciudad eslovaca de Kosice, con un casco céntrico perfectamente conservado y que parece sacado del antiguo imperio austrohúngaro. Pero más allá de esa herencia, rodeando la ciudad, están las apretadas filas de casas obreras, el brutal triunfo del nacionalismo campesino eslovaco sobre el decadente legado estético del imperio húngarogermano. Tal vez sea monstruoso, pero es el hogar. Los eslovacos han conseguido, evidentemente, mucho más de sus relaciones con los pocos eslavos de Moscú que lo que nunca consiguieron de sus jefes supremos del Danubio.

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