Trabajar por vicio, como chinos

HERBERT Reiner, dentista, 36 años y dos hijos, 68 horas de media semanal velando por la salud bucal de sus pacientes, cinco años sin más de tres días seguidos de vacaciones.

Nathalie Iubescu, manicura, 28 años y soltera, 70 horas a la semana limando y pintando uñas, dos únicos días de descanso al mes, tres años sin tumbarse bajo una sombrilla en una playa.

Johnattan Eggert, 31 años, pluriempleado, «broker» de cambio y bolsa y agente inmobiliario, de ocho de la mañana a ocho de la tarde, de lunes a viernes, horario intensivo los fines de semana, un año sin saber lo que son dos días seguidos contando las horas.

David Vasques, taxista, 43 años, 112 horas de trabajo continuado en una extenuante semana de ocho días sin descanso, seis días de vacaciones en los últimos dos años.

Cuatro ejemplos cogidos al vuelo en la marea neoyorquina, cuatro casos que son el espejo mismo de esta neura laboral -trabajo, trabajo y sólo trabajo- que está cobrando los visos de una auténtica epidemia.



Según una reciente encuesta realizada por la Strategic Consulting and Research, cuatro de cada diez americanos -el 38%, para ser exactos- confiesan no haber cogido un solo día de vacaciones en el último año (fines de semana aparte). Hace dos años, un sondeo similar situaba el listón en el 26%. Conclusión: la sociedad americana camina hacia una enfermiza adicción al trabajo y una fobia generalizada a las vacaciones.

El mes de descanso estival es algo que suena a chino por estas tierras. La mayoría de las compañías conceden una media de diez a catorce días de vacaciones, y muchas ofrecen la posibilidad de canjear esos días por jornadas de trabajo extra. Durante la crisis de los ochenta fueron las empresas las que sacaron el látigo e impusieron una disciplina de hierro. Ahora, en los noventa, son los propios trabajadores quienes tiran del otro extremo de la cuerda: el «vacation-free employee» (el trabajador libre de la tara de las vacaciones) comienza a ser una especie cada vez más habitual en las oficinas.

Hasta tal punto que algunas compañías, como la United Technologies, no han tenido más remedio que suprimir las horas extras para enviar a sus empleados a casa. «Working smart is better than working long» (trabajar inteligentemente es mejor que trabajar prolongadamente), dice el nuevo lema de la empresa.

En Wall Street, tal vez el mayor hervidero humano de «workaholics» del planeta, son cada vez más las empresas que contratan servicios como los de Edwrar Bednar, profesor de técnicas budistas zen. Bednar enseña a relajarse a los «yuppies» aprovechando el breve lapso de una hora para el frugal almuerzo. Algunos empresarios han tomado buena nota de sus consejos y han creado en sus oficinas las así llamadas «zonas de meditación», ambientadas con música «new age» y decoradas según las directrices del «feng-suei» (el arte oriental de la disposición de los objetos).

Los grupos de «workahólicos anónimos» han tendido ya sus redes por toda la geografía americana y cuentan incluso con un simbólico día nacional del trabajador adicto, el cuatro de julio. La aldea global del Internet ha puesto también en marcha un servicio especial para los ejecutivos enganchados al «tajo»: en la «stress line» pueden desfogarse tranquilamente, hacer terapia de grupo o seguir los consejos del especialista de turno («deja para mañana lo que no puedas hacer hoy»).

El psicólogo Sid Wolf, especializado en el tratamieno de «workaholics», tiene muy claro su diagnóstico sobre la preocupante situación actual: «El miedo a perder el puesto de trabajo, el afán de ganar más y más y la competencia salvaje que se está creando dentro de las empresas nos han llevado a donde estamos».

Algunos, como el taxista dominicano David Vasques, lo llevan como si fuera una condena a cadena perpetua: «Tú verás qué alternativa me queda. Tengo que dar de comer a cuatro hijos, y si no lo hago yo, siempre hay otro dispuesto a trabajar si hace falta las 24 horas del día».

Otros, como el «broker» Johnattan Eggert, lo hacen por amor al arte: «Podría vivir perfectamente con un solo empleo, pero necesitaba llenar las horas de la tarde y me viene muy bien un poco de dinero extra. ¿Vacaciones? ¿Quién se acuerda? Hubo un tiempo en que me tomaba las dos semanas de rigor, pero al tercer o cuarto día ya estaba inquieto, con ganas de acción».

Eggert obedece al perfil perfecto del «workaholic», y él es el primero en reconocerlo: ambicioso y excesivamente responsable, sediento de control, ansioso a ratos, poco o nada amigo de perder el tiempo con amigos... «Tengo una novia, sí, y se queja porque la dedico poco tiempo. Ahora se ha empeñado en que nos tomemos una semana de vacaciones en octubre. Puede que vayamos al Caribe. No lo sé, ya veremos».

«Si cierro una semana, no me llega para pagar el mes de alquiler», afirma Nathalie Iubescu, la manicura de origen polaco. «Desde que abrí hace tres años no encuentro el momento de dejar el negocio en manos de nadie. No tengo prácticamente vida personal: todo mi tiempo lo consume el trabajo. Calculo que de aquí a un par de años podré empezar a disfrutar de la vida, si es que me quedan ganas».

Herbert Reiner, el dentista de la calle 58, se aferra a los domingos en familia como su último salvavidas. De lunes a sábados, confiesa, se comporta como un autómata: de la cama a la consulta, de la consulta al hospital, del hospital a la cama... Su mujer y sus dos hijos están con los abuelos en Daytona Beach, Florida, contando los días que faltan para el 24 de agosto: «Este año me pienso regalar por fin cuatro días de vacaciones».

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