La conciencia es un don de la naturaleza

La conciencia es un don de la naturaleza. Todos la poseen, pero pocos la despiertan. Solo quienes la despiertan y profundizan en ella conocen la amargura de la existencia. Pueden sentir el “yo”, pero jamás encontrarlo.

Cuando se llega a ese estado, las preguntas existenciales aparecen sin piedad: ¿quién soy?, ¿para qué estamos aquí?, ¿cuál es nuestro fin?, ¿qué es la muerte? Ante la crudeza de la realidad y el silencio de las respuestas, la vida se asemeja a una corriente filosófica pesimista. 

Intentar compartir esta visión con otros es firmar la sentencia de ser incomprendido. Te tacharán de “amargado”, de “infeliz”, de alguien con “pensamientos de quien no quiere vivir”. Y puede que eso sea cierto en algunos casos. 

Pero no cuando se trata de alguien que tiene a Dios. Porque sin ÉL, nada de esto tendría sentido. Una conciencia despierta, sin Dios, sería la película más terrorífica que un humano pueda experimentar.

La conciencia es un don divino: no para contemplar el vacío, sino para buscar el rostro de Dios en medio del tedio.

A veces uno envidia al imbécil, al que se detiene en las cosas más vanas, al que nunca ha pensado. Pero eso ya no es posible cuando has alcanzado cierto grado de lucidez. Has cruzado un punto de no retorno. Una vez cruzado, solo queda seguir (a pesar del tedio, del peso de saber).

Mejor avanzar que desear volver a los estados más miserables de la conciencia humana.

J.M. Álamo



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