Acercándose a lo prohibido

Cruzaba México en coche con una amiga, camino de la sierra Mazateca, y nos detuvimos en Puebla donde se celebraba una comida de mujeres solas; una reunión anual de esposas de importantes figuras del gobierno. Los alrededores de la mansión estaban repletos de coches americanos al cuidado de chóferes, o guardaespaldas, bajo cuyas chaquetas se adivinaban las armas de fuego, y ya desde el exterior se percibía el alegre guirigay de setenta voces cantarinas.

Me senté a una mesa, sirvieron unos deliciosos chiles en nogada y vino español y al poco rato el estrépito de setenta voces en libertad provisional se hacía oír de nuevo y mis compañeras de mesa -entre las que se encontraba la Gobernadora de no se qué Estado- continuaron contando chistes verdes aún a riesgo de parecerme, como se alarmó, coqueta, una embajadora, un poco deslenguadas. Después pasamos a la casa a tomar el café, aparecieron unas guitarras y dos hermanas guapísimas, durante un tiempo cantantes profesionales y ahora retiradas por sus importantes maridos, entonaron unas rancheras. Pasaron la guitarra a una rubia prodigiosa en cuya piel el perfume cobraba profundidades amazónicas y le pidieron «Lo prohibido». Afinó el instrumento con sus manos cargadas de joyas y cantó un bolero sobre los placeres y esclavitudes del amor clandestino. Cuando terminó contemplé asombrado setenta pares de ojos húmedos.

La Gobernadora, que advirtió mi desconcierto, me susurró: «Es que esta canción tiene un significado muy especial para las mujeres mexicanas». Pensé en los guardaespaldas de la puerta y los bultos de sus chaquetas. Un fantasma entró desde el jardín, sacudiendo las buganvillas, se detuvo a mi lado, me estrujó fugazmente el corazón y desapareció enseguida. Fue tan breve que no puedo estar seguro, pero creo que era Emma Bovary.

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