La masificación en Madrid lo invade todo
La Complutense es una zona extraña, magma de ladrillo, árboles y hierba pelada, puzzle de caminos sinuosos que quedan varados en muros azotado por «graffitis». Grupos con nombres floridos, Bases Autónomas, Maldita Fakultad o Tornasol, monopolizan el debate mural. El campus, donde uno se pierde, está en los confines civilizados del norte de Madrid, cerca del Palacio de la Moncloa, el reducto de Felipe González, a dos pasos del muy franquista y muy gris Arco del Triunfo que continúa rindiendo homenaje al ejército de la España eterna. Cerca de la estación de metro de Moncloa, delante de la calle de la Princesa, una abundancia de bares, cafeterías y el inevitable McDonalds anuncian el color. Uno está aquí, en «tierra universitaria», lejos de los decorados un poco excesivos de la Gran Vía y de los trajes confeccionados en el cordón de la Castellana de los banqueros. Aquí, Madrid tiene el gusto del desorden.
Día y noche, chicos y chicas, carpetas bajo el brazo en signo de reconocimiento, deambulan por estas pequeñas calles donde debe consumirse más cerveza que en Munich. Los ciudadanos de la Complutense no se conforman con los límites de la Moncloa. Tienen también varios puestos clave en el Madrid de los noctámbulos, desde la plaza de Santa Ana a los clubes luminosos de Malasaña. La Complutense es la megápolis que, hegemónica, relega a las otras universidades de la capital al rango de sucursales.
Ni la Politécnica, ni la Universidad Carlos III, que acaba de abrir tímidamente sus puertas con 400 estudiantes, o incluso la Autónoma, que cuenta sin embargo con el Príncipe Felipe entre sus estudiantes de Derecho, sabrían rivalizar con la Complutense, la primera y una de las más antiguas del país. Aquí todo, con la imagen de un campus interminable, es superlativo. Ciento treinta mil estudiantes (sólo la Universidad de Roma la hace parecer la «mejor» de Europa), cinco mil docentes, quince mil empleados, dieciocho facultades, diez escuelas universitarias, cerca de treinta mil millones de pesetas de presupuesto anual.
José María Pérez, 18 años, venido de Extremadura para hacer Químicas, empieza su segunda semana madrileña con nerviosismo. «iHombre! Me pierdo aún para ir a clase y allí hay más gente que en mi pueblo durante la Semana Santa». José está previsto de guías, revistas de papel brillante e incluso un plano detallado del campus. Sabe también que la universidad fue fundada en Alcalá de Henares en 1499 por el Cardenal Cisneros, transferida a Madrid en 1836, instalada aquí en los años veinte después de la donación de una propiedad real por parte de Alfonso XIII, y medio destruida durante la Guerra Civil. También ha recorrido la lista de prestigiosos antiguos alumnos, como Cervantes o Lope de Vega, y de doctores honoris causa, como Einstein, Sandro Pertini, Raúl Alfonsín y, seguro, el Rey Don Juan Carlos.
«Es verdad, estoy orgulloso de entrar en la Complutense pero francamente todavía no he comprendido las reglas del juego». José María vive en una pensión familiar no demasiado lejos del campus por 22.000 pesetas al mes («una auténtica suerte», dice) y comienza a tomar impresiones. «La otra tarde, fuí al bar del barrio, una locura. En Madrid, parece que saben divertirse». Ríe. El futuro no es tan sombrío. En el edificio neoclásico que alberga los servicios del Rectorado no se bromea con el decoro. Los conserjes vagan por las galerías de parqués encerados, bajo la severa mirada de los cuadros o esculturas de rectores inmortalizados. Gustavo Villapalos, el actual rector, «joven y muy activo» según sus colegas, suele estar de viaje. El «Magnífico Rector» -tal es su título oficial- toma a pecho estas misiones de embajador y multiplica, desde hace dos años, los contactos con universidades extranjeras. Para él, la Complutense, espejo de la sociedad española, debe imponer la imagen del país al exterior.
No es para menos. Y cuando no es diplomático, el rector magnífico lleva una dura vida con el ministro de Educación, Javier Solana, su todopoderoso tutor. Sobre todos los mensajes, reclama sin tregua mayores medios presupuestarios, una autonomía real y, sobre todo, una verdadera selección. Es su caballo de batalla, y el de numerosos docentes.
Invitado el pasado mes de octubre por el Club Zayas de Madrid, Gustavo Villapalos no se anduvo por las ramas: «La Universidad continúa siendo el lugar donde se aparca a los jóvenes durante cinco años; es la antesala del paro». Según él, la universidad pública «es de todos pero no para todos» y debe «formar élites o dirigentes sociales, no masas». El debate, en otros sitios sólo un recuerdo del pasado, aquí apenas se ha iniciado. Y la Complutense, vieja dama prestigiosa de la universidad española, dirije el baile. En todas las conversaciones, la selección es un «leitmotiv». Arturo Romero Salvador, vicerrector encargado de los programas de investigación, pierde con ello su sangre fría. Se dirigen aquí experiencias de primer orden sobre la superconductividad, el laboratorio de medicina ha puesto a punto una cartografía informática del cerebro, más de cincuenta programas pluridisciplinares son elaborados con el apoyo de universidades extranjeras...
«Nuestros laboratorios, nuestras aulas, nuestras bibliotecas están totalmente saturadas y ponen en peligro todo el trabajo realizado en otras partes», revela Arturo Romero. El mismo tañido de campana en casa de Guillermo Calleja, joven vicerrector encargado de las relaciones internacionales. En pocos años, la Complutense ha quemado etapas: más de 85 acuerdos se han firmado con universidades de los cinco continentes y 3.000 estudiantes son extranjeros, la mayoría de los cuales latinoamericanos, se han matriculado este año.
La universidad acaba de acoger a 220 estudiantes europeos, con el programa Erasmus, los intercambios universitarios financiados por la CE. «Nos gustaría hacer más, dice Guillermo Calleja, pero estamos desbordados. Este año, por ejemplo, sólo hemos podido alojar a 50 estudiantes Erasmus, de los 220, en nuestras residencias universitarias». La Complutense se desborda y se enrabieta de no poder dar la medida de su talento. «En diez años, en todos los niveles, hemos hecho progresos fantásticos y podríamos compararnos con las mejores universidades de Europa», precisa Guillermo Calleja. ¿Exageran? Seguramente no. En el dédalo de pasillos y salas alumbradas con neón de las Facultades de Medicina, de Química o de Ciencias de la Información, la muchedumbre, en su va y viene, se amodorra.
En la Facultad de Derecho -26.000 matriculados- es peor. En los pasadizos que unen los viejos edificios y una torre de siete pisos que todavía tiene la pintura fresca, la masa estrepitosa invade todo, se desliza por los pasillos que las mujeres de la limpieza intentan barrer y fregar en la medida de sus posibilidades. Todo está abarrotado: es preciso hacer cola para una fotocopia, usar los codos para arrancar un bocadillo en la cafetería, correr hacia las clases para coger un asiento. Bruno Aguilera, vicedecano de la Facultad, está desolado. Su despacho es un hall de estación, los pasillos de los alrededores evocan la fiebre antes del partido del estadio Santiago Bernabéu y no sabe como desasirse de este loco avispero. «Este año, tenemos 3.000 matriculados más, por orden del ministerio. ¿Dónde quieren que les metamos?
¿Cómo hablar de calidad de enseñanza en estas condiciones?». Después de diez llamadas telefónicas y tres conversaciones simultáneas realizadas en su despacho con estudiantes, Bruno Aguilera se ha refugiado en el último piso de la torre para empollar su oposición a la cátedra de Historia del Derecho. En el mismo momento, Alejandro Nieto, profesor renombrado de Derecho Administrativo, ha dado su lección. En la clase silenciosa, no eran más que 80, participantes privilegiados de uno de los raros «grupos especiales» de la Facultad. Puertos de mar de paz. Islotes precarios. La Universidad Complutense de Madrid es un monstruo. Glorioso, en ebullición, con talento. Pero un monstruo al fin y al cabo.
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