Que no vaya a quedar nada
Cuando empecé a trabajar en Saturno sólo tenía un par de cosas claras: quería escribir una historia de amor entre gente corriente y que sucediera en San Sebastián por esas mismas fechas. Había hecho ya varias historias de amor, pero ninguna chico/chica y, por otro lado, nunca había escogido a un hombre como protagonista.
Es decir, chico encuentra a chica en San Sebastián, un día cualquiera a medidados de los ochenta y se enamoran. Pero él debía tener una profesión que le obligara a ausentarse por largos períodos en los que rumiaría y magnificaría lo ocurrido. Sería marino.
Es decir, chico encuentra a chica en San Sebastián, un día cualquiera a medidados de los ochenta y se enamoran. Pero él debía tener una profesión que le obligara a ausentarse por largos períodos en los que rumiaría y magnificaría lo ocurrido. Sería marino.
Leyendo novelas de amor de todo tipo descubrí que lo que quería contar, una vez producido el encuentro entre el marino aficionado a la astronomía y la chica, era un amor a primera vista que, para llegar a un final feliz, tuviera que superar un obstáculo. Así llegué al alcohol. Pensé, primero, que los obstáculos tradicionales (la religión, la clase social, un pasado más o menos tormentoso, la diferencia de edad...) no me servían y se me ocurrió que uno de los dos fuera drogadicto. Pero eso me llevaba a un mundo más o menos marginal y yo quería una historia de gente aceptablemente integrada en la sociedad, a pesar de ese desfase que casi siempre tienen mis personajes entre la realidad que viven y la que imaginan.

A las pocas semanas de trabajo descubrí también que esa historia de amor convencional quería contarla de una manera no convencional, que incorporase a la vez el lenguaje que nos ha enseñado el cine, la manera de ver el mundo de una persona cuya mente está interferida por la química del alcohol y que permitiese dos itinerarios: el del lector apresurado y el del aficionado a la literatura, ese extraño personaje al que le gusta parar entre dos frases o dos párrafos y añadir a lo leído lo que él lleva dentro, de manera que, al final, el relato lo construye ese lector tanto como el autor. Intensa, brillante y callada como un diamante, me decía cuando, a lo largo de los meses, me perdía en anécdotas y personajes.
Que nada sobre. A partir de ahí el pájaro terminaba su vuelo y llegaba el turno de los lectores y de los ornitólogos, los críticos. El que algunas personas sean pájaros y ornitólogos a la vez no va a fastidiarme mi metáfora favorita.
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