El balcón solitario
El general Franco apareció, por última vez, en el balcón del Palacio Real el día 1 de octubre de 1975. Poco después, el 20 de noviembre, fallecía.
Al principio, cuando todavía estaba muy vivo, el dictador aparecía en todas partes, a veces de cuerpo y alma y otras únicamente de alma, y la gente veía su rostro -el bigotillo, la frente redonda, los ojos almendrados o quizás un poco abesugados-, al menos diez o doce veces por día: primero al encender la radio y oír las noticias que siempre, directa o indirectamente, hablaban de él; luego al leer el periódico que, con un par de añadidos pintorescos, cerdas que parían veinticinco cochinitos y demás, repetía lo que la radio ya había dicho; más tarde en la oficina o en la escuela, justo al levantar los ojos y mirar hacia el único retrato de la pared; después en el restaurante, donde el mismo retrato de la escuela o la oficina amenazaba a los borrachines con una mirada que decía, no me tires la botella que te llevo dos años a la cárcel; luego en la carretera, al divisar un pantano, o en la playa, al mirar un gran yate blanco; o en la tienda, al pagar con un billete de cinco pesetas; o en la parada del autobús, al jugar algo con alguien a cara o cruz; o en la cama, durante el sueño; o en el cielo de las noches de insomnio, al mirar hacia la luna llena, una luna que a veces era como una cabeza redonda con bigotillo y ojos abesugados.
Luna lunera, cascabelera, cuándo acabará esta dictadura, cantaban algunos infelices olvidándose de que el padre del general había vivido cien años y que, probablemente, de tal palo tal astilla, y cuando se hartaban de cantar volvían a sus obligaciones con la cabeza baja y guardándose la cancioncilla debajo de la lengua. Al fin y al cabo, la amenaza no provenía sólo del dictador que les miraba desde un cuadro o desde la luna, sino que provenía sobre todo de sus seguidores, seguidores también mirones, seguidores que eran millones y que tocaban a unos diez o doce por barba, es decir, por infeliz. Arriba ese brazo, compañero, viva España, decían los seguidores broncas. Y tú, qué opinión tienes de la Falange, preguntaban los sibilinos. Hola, buenos días, qué tal está usted, saludaban los más secretos antes de dar el chivatazo.
Pero los infelices nunca se dejaban engañar, porque conocían perfectamente quién de los vecinos o de los compañeros de oficina faltaba de su casa el día que en Madrid, en la Plaza de Oriente, el dictador cabeza de luna acostumbraba a salir al balcón. Españoles todos, decía el dictador, ¡Viva Franco! ¡Viva España! le interrumpían sus seguidores, que eran gritones, mirones, millones.
Pero la vida es espíritu, ánima, movimiento, y ni siquiera en la época de los faraones habría podido durar una situación tan inmóvil como la que, en franca contradicción terminológica, había propiciado el Movimiento del Espíritu Nacional. Un día, más o menos a principios de los sesenta, el dictador comenzó a desaparecer. Primero fue la luna, que perdió su bigotillo y sus ojos abesugados para convertirse en una luna normal y corriente, y luego fue, o fueron, los restaurantes -que retiraron discretamente el retrato del dictador-, y los periódicos y las radios, que aflojaron su actitud y empezaron a hablar de otras cosas, por ejemplo de Inglaterra. Y más tarde, o quizás al mismo tiempo, fueron los seguidores, sobre todo los seguidores broncas, los que empezaron a callarse.
Morir es no ser visto, escribió Pessoa, y en ese sentido el dictador comenzó a morir un poco. Pero morir es también según el habla popular, quitarse del balcón, pues allí, en el balcón es donde suele verse por última vez a la gente que se muere despacio. Así ocurrió también con el que, con su cabeza de luna, dueño de todo, había ido apareciendo en todas partes. Al final no le quedó otra cosa que su balcón de la Plaza de Oriente. Prácticamente muerto a lo largo del año, sólo resucitaba -era visto-, algún que otro día de invierno. Todo el trabajo lo hacían sus seguidores, sobre todos los sibilinos y los secretos, que seguían siendo millones.
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