A que huelen los pies

La mayoría de las cosas, salvo el agua limpia, para existir de verdad tienen que oler. Y huelen. Y nadie rechista. Pero si son los pies los que huelen, mal asunto. ¿Por qué? Muy sencillo: porque los pies son muy pobrecillos, muy desgraciados, muy patitos feos, y aunque constituyen una parte del organismo que apenas da guerra (hasta sus disfunciones callosas son razonablemente llevaderas), no gozan de la estima de la comunidad, salvo de los futbolistas, de los pintores mancos que pintan con los pies, y de los erotómanos refinados, que saben que los pies son la leche. Bueno, también Carmen Rossi, que no es futbolista, ni pintora manca, ni me pega que tampoco erotómana, dice que los pies son importantes, pero es que esa mujer se pasa el día diciendo que es importante todo, particularmente Ifs Sanlorán, que es un modisto.

Pero en general, ya digo, el pie es un órgano preterido, olvidado, despreciado, y yo creo que por eso huele, y no por ninguna otra razón. Prueba de esa inquina contra el pie es el amor desaforado que la humanidad siente por los adminículos que liberan de la obligación de usarlo, o sea, los coches. La gente, en su desdén por los pies, procura hacer el menor uso posible de ellos, como para no deberles ningún favor, y, en el colmo de la enemiga, la mayoría de las personas ni se cortan las uñas de los pies, y sólo lo hacen, de muy mala gana, cuando tienen todos los calcetines llenos de tomates a causa de la uña del pulgar, y los zapatos al borde de agujerearse en la puntera.

A los pies se les encierra en los calabozos insalubres de los zapatos y luego se quiere que no huelan. Eso es imposible; meta usted a la persona más limpia e inodora del mundo en un tabuco cenado y sin ventilación, luego oblíguela a hacer ejercicio, y verá si apesta o no apesta. Y es que los pies, cuando huelen, no huelen a pies, sino a cadaverina, a miseria o a queso fermentado, pero no a pies. Así, cuando les liberamos de sus mazmorras y sentimos en la cara la bofetada de su hedor, no recibimos, en realidad, sino una pequeñísima parte de todo el mal que les hacemos.

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