Estrellas sin cielo y cielo sin estrellas
Resulta difícil resistirse a la invitación de escribir sobre arte, cuando todo el mundo en este país se atreve a opinar sobre él, y cuando la predisposición de las masas a tragarse todo lo de moda es infinita. No deja de sorprenderme la cotidiana y cruda soledad de las galerías todo el año con el aluvión humano que asiste a esta Feria.

Aunque el nivel de calidad este año ha subido, la «maldad» del arte se muestra, como en otras ocasiones, en su más impúdica desnudez. Es difícil discernirla envuelta en los nuevos ropajes inexpresivos, cortados a la medida de los aires gélidos venidos de otras latitudes, o distinguirla bajo el pesado manto de la materia, siempre resultona y vendible. Estamos, pues, ante el impresionante despliegue de un nuevo «academicismo» más mlitante y radical que el de el pasado. Como todo desierto ARCO tiene sus oasis y sus cielos. Aparte de las figuras históricas, ya presentes otros años, hemos podido llorar de emoción ante la contemplación de dos constelaciones: Meret Oppenheim y Francis Picabia.
De más cerca de nuestra galaxia nos llega la límpida luz de Polke, Richter, Merz, Broothaers, Lewitt, etc., que más que calentar casi nos queman. Pero las estrellas viven también en la tierra y andan entre nosotros, son soles a precio de ganga. Mi corazón, con el que siempre veo los cuadros, los tasa tan altos que ni con todo el oro, que sirve para otros superstar, llegaría a poder pagarlos. Sus batallas descarnadas y agridulces poco tienen que ver con la especulación y el fácil comercio, pues su Reino no será de este mundo hasta que este mundo no sea de su Reino.
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