Confesiones de un pecador

Una noche cualquiera en el paseo marítimo de Brighton. Las olas golpean la barandilla de The Palace Pier, auténtico buque insignia de la ciudad de Quadrophenia, a la que Graham Greene dedicó uno de sus grandes thrillers. Una silueta se dibuja a lo lejos: Nick Cave camina meditabundo, interrogativo. Alza la vista. Se le nubla la mente. Sus fantasmas le persiguen, los mismos que tiñen sus canciones de tormento incesante. Y ahora el volumen Confesiones íntimas de un santo pecador, recién publicado por la editorial catalana Global Rhythm, huye de la hagiografía al recopilar 20 entrevistas a cara de perro realizadas por destacadas firmas de la prensa británica. Sin tabúes. Nick Cave a través de sus demonios internos: «He sido yonqui 20 años. No voy a negarlo. Sería estúpido hacerlo».

«Escribí Into my arms durante la desintoxicación, el primer par de días que pasé en la clínica, cuando no había dormido, me estaba deshabituando a la droga, estaba enfermo, en las peores circunstancias posibles que puede estar un ser humano. No es un campo de concentración, pero no resulta agradable», espetó un buen día.

Su charla con Michael Odell destapa la caja de los truenos del ex líder de los grupos Boys Next Door y The Birthday Party: «No confío en eso de sentirse renacer, ni por razones religiosas ni de abandono de la droga. Uno es absolutamente la misma persona. Sería como negar toda mi juventud. Tal vez si se tratara de una época profundamente horrible lo hiciera, pero no fue así. La gente se droga para sentirse bien, y a mí me parece un motivo legítimo para hacerlo».

Nick Cave, todo un australiano errante a sus 54 años, tocó fondo después de transitar por Melbourne, Londres, Nueva York, Berlín y São Paulo. Cuando se colocó al frente de los seminales Bad Seeds, el rock en estado de catarsis ya le debía el título imaginario de Príncipe de las tinieblas. Pero siempre subyacen trazos de romanticismo, como dejaban traslucir Let love in, Murder ballads, The boatman's call y No more shall we part, por citar sólo algunas de las más redondas criaturas del también novelista y actor.

Michael Odell se citó con él en el piano bar de un hotel de Atenas, sólo unos meses antes de que le entrevistara en Valencia en agosto de 2005, en las horas previas a su intenso concierto en el Festival de Benicasin. Entonces, como siempre, salía de paseo su arrogancia: «En relación con lo que está pasando en la música hoy en día, me considero muy por encima y con una diferencia acojonante, desde el punto de vista musical, de las letras y como grupo en directo. Lo digo con toda la humildad». Frases a las que siguen: «Bueno, quizá me equivoque. Tal vez todo el mundo sea realmente fantástico. Pero el hecho de que Red Hot Chili Peppers sea una de las bandas más importantes del mundo me conduce a la depresión y el llanto. Cuando estoy al lado de un estéreo preguntándole al grupo '¿qué coño es esta basura?', la respuesta siempre es Red Hot Chili Peppers».

Este disidente y forastero de sí mismo suele traspasar los límites de lo políticamente correcto para dar voz a los desheredados, como recuerda el prologuista y coordinador de Confesiones íntimas de un santo pecador, Mat Snow: «A los creadores de las décadas de los 80 y 90 que se pasaban de castaño oscuro, como Nick Cave, Martin Amis o Bret Easton Ellis, se les examinaba con lupa en busca de cualquier tipo de ofensa contra la seguridad y la condición de las mujeres. Por extensión, nuestros guardianes de la moral pública en el arte presuponían que invenciones como toda la serie de monstruos y asesinos de Nick Cave que hablan en primera persona representaban en sí mismos la aprobación o el respaldo, incluso el ensalzamiento, de las conductas más perniciosas».

El cantante de piezas tan desasosegantes como Slowly goes the night o The mercy seat, ha actuado en dos películas junto a Brad Pitt, e interpretó a un psicópata en Ghosts of the civil dead. Las malas lenguas dijeron que era el papel perfecto para él. Es lo que se ha ganado con salidas de tono como ésta en respuesta a Antonella Gambotto: «En realidad, no me interesa el disfrute del público. No me molesta que sea de una u otra forma. Simplemente, me importa una mierda. La gente se siente cada vez más decepcionada con cada concierto porque suceden cada vez menos cosas. Es realmente fácil arrastrar al público. Por ejemplo, puedo menear el culo y dar saltos mortales de espaldas y les encanta. Podría hacer que el público me amara hasta el final de mis días. Sencillamente, ya no tiene sentido. Ojalá, sin más... se murieran».
Más perlas en la misma entrevista: «Yo diría que he sido traicionado concienzudamente por la ausencia absoluta de comunicación entre mi mente y mi cuerpo. Es la idea que Dios tiene de una broma, supongo».

Un momento, ¿invocación divina? Sí, no es una boutade más de este exorcista profesional, con tendencias suicidas cuando menos se lo esperan sus allegados (sobre todo, sus cuatro hijos, dos de ellos gemelos). Todo le viene de su padre, Colin, una figura que le marcó debido a su permanente sentido de culpa hacia él. Nick Cave se encontraba, con 19 años, en comisaría (una vez más) cuando falleció su progenitor en un accidente de tráfico. Su madre había ido a intentar rescatar a su hijo perdido (literalmente, dado su poblado historial de detenciones y líos judiciales casi siempre relacionados con peleas o asuntos de drogas) y una llamada de teléfono los avisó. Desde entonces, el cantante se fustiga a sí mismo y, si acude a Dios, tiene que ver con esa suerte de terapia que se refleja en las páginas del volumen que nos ocupa, tal es el desgarro existencial de este monarca de los vampiros. Escéptico y nihilista hasta la médula después de haber dado tumbos y de cortarse con las cuchillas de la vida al filo de la navaja.

«Mi padre no pudo apreciar todo lo que sucedió después de su muerte, y sí siento cierto arrepentimiento al respecto. Teniendo en cuenta que lo único que quise hacer era que se sintiera orgulloso de mí... Murió en el momento de mi vida en que más confuso estaba yo», declara desde la perspectiva del tiempo.

Y su actitud vital cambió de la noche a la mañana: «No digo que la gente sea mala; digo que la gente no sirve de ninguna ayuda; en última instancia, no nos servimos para nada los unos a los otros. Lo que trato de comunicar en el álbum The boatman's call [editado en 1997] es que nos tenemos los unos a los otros; pero, al final, no es suficiente. Vivimos encerrados en nuestro propio mundo y en nuestras obsesiones y problemas. Podemos recibir apoyos unos de otros, pero hay cosas que suceden que, simplemente, no se pueden arreglar».

Cave es capaz de zozobrar en el altar de la identidad si, de fondo, gravita la imperfección del ser humano: «En cierto modo, vivir es un acto divino, y tengo la sensación de que la idea de la divinidad es algo que refleja lo bueno que hay en nosotros, algo que se puede reafirmar de infinidad de maneras. No creo que haya que estar implicado en asuntos creativos para mantener un vínculo con la divinidad, ni que yo esté haciendo algo especial. Creo que puedes establecer ese mismo vínculo cortando un trozo de leña, cuidando a tus hijos o haciendo de contable, si es que esas actividades te parecen reconfortantes o te elevan como persona».

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