Tebeos

La tradición cultural asimila los signos del horror transmutando su sentido real: la religión católica hizo de un cadáver crucificado su símbolo referencial cuya exhibición constante sublima su realidad macabra e incluso suscita un género artístico donde la mortificación deviene belleza. Sólo cuando el horror escapa al sistema valorativo, cuando manifiesta su irreductibilidad, estremece y conmociona: los asesinatos múltiples o las criminales psicópatas (Andréi Tchikatilo, el carnicero de Rostov; Jeffrey Dahmer, el descuartizador de Milwaukee) despiertan en cada uno de nosotros, dado que el horror es reactivo, inefables terrores íntimos. 

Los asesinatos de Puerto Hurraco provocan la estupefacción por su atavismo, pero no suponen la conmoción indignada suscita por la execrable arbitrariedad de la muerte de la pequeña Rosa González o los crímenes de las niñas Olga Sangrador en Villalón de Campos y María del Carmen Rivas en Villalba. La violencia antaño estaba ritualizada. En la actualidad nuestra sociedad se caracteriza por una visualización exacerbada de la violencia. La representación del horror por exceso diluye la frontera entre lo real y su escenificación. A ese efecto contribuyen las mass media en la formalización de sus discursos al crear unos escenarios donde la violencia es representada mediante imaginarios sociales (Gérard Imbert, Los escenarios de la violencia, Icaria).







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