Marcelino pan y vino.

En una deslumbrante mañana del mes de noviembre del año 1912, Marcel Proust introduce en su piso del Boulevard Haussmann a Jacinto Benavente, el dramaturgo español de afilada perilla que es ídolo del público asiduo al teatro de la Corredera Alta -«La Bombonera» del Lara donde hace cinco años estrenó su comedia Los intereses creados. A esta hora del mediodía francés en que se ultiman los preparativos domésticos del almuerzo, no se oye una palabra más alta que otra en el suntuoso dormitorio de Marcel Proust, sino el registro monocorde con que el anfitrión da lectura a un capítulo de esa monumental novela parisiense en la que neuróticamente se embarca desde hace tres años y cuya primera parte juzga concluida.

A bastantes kilómetros de distancia del gabinete de Marcel Proust, a la misma hora del 12 de noviembre de 1912 en que Jacinto Benavente tiene el privilegio de departir con el novelista francés, un concejal del municipio madrileño que contempla la calle de Alcalá desde un ventanal del café de Fornos, no cesa de mascullar, en un tono más alto que Marcel Proust y para desasosiego del perro Paco que se desayuna a su lado, la célebre muletilla -imerde!- del general Cambronne. Cerca de Fornos donde este edil se cisca en el mundo que contempla pero fuera del alcance de su vista, en la Puerta del Sol destartalada y paleta, don José de Canalejas, presidente del Consejo de Ministros de Su Majestad el rey Alfonso XIII, se detiene en el escaparate de la Librería General San Martín, de camino a su despacho en el Ministerio de la Gobernación. 

Son las once horas y veinticinco minutos de la mañana en el reloj de pared del establecimiento librero de don Roberto San Martín cuando un sujeto de gabán oscuro se acerca a don José de Canalejas en el momento en que éste reanudaba su marcha y descarga sobre su sién un tiro de pistola.

Una frasecita para acompañar al pan y a Marcelino pan y vino y a los monjes y a que Cristo bajó la mano de la cruz para cogerle un cacho de pan... tela.