Yo soy el castigo de Dios
El propio jefe del derrotado ejército ruandés, Aougustin Bizimungu lo ha repetido hasta la saciedad. El general Bizimungu, que ha cambiado su uniforme militar por un impecable traje de ejecutivo, ha dicho desde su lujosa mansión de Goma: «La guerra no terminará hasta que volvamos a entrar victoriosos en Kigali».
Los testimonios de quienes ven entrenarse a los militares en los campos de refugiados y en los alrededores, a veces a plena luz del día, son tan numerosos como elocuentes. Misioneros, cooperantes y funcionarios de la ONU confirman que los hutus refugiados en Zaire, Burundi y Tanzania están fuertemente armados, muy organizados y que se entrenan diariamente.
Mientras tanto, algunas ONG empiezan a cuestionarse seriamente su papel, ante la evidencia de que la ayuda internacional no llega a sus destinatarios finales. Cuando han intentado evitar la tela de araña de la mafia y repartir individualmente la ayuda, los militares y los «interhamwe» les ha amenazado de muerte. En el campo de Katale, un «camping» gigante de unos 300.000 refugiados, estas organizaciones han tenido que evacuar, seis veces ya, por motivos de seguridad.
La certeza de que entre los refugiados se encuentran los autores del genocidio, unida al desvío de la ayuda humanitaria que podría servir para alimentar una segunda parte del holocausto, ponen en cuestión la labor de las ONG.
Un informe elaborado por observadores belgas, y remitido hace ya dos meses a la Comisión Europea, recalcaba los «errores de graves consecuencias que están cometiendo ACNUR y las asociaciones humanitarias en los campos de refugiados de Zaire».
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