Y en la sobremesa
No puedo evitar un sobresalto cada vez que escucho la voz de Luis Mariñas. Desprende una energía excesiva, furor mantenido, desdén por las inflexiones. Supone una agresión para ciclotímicos, maníacodepresivos y demás gente de bien.
Me resulta tan inhumana como la permanente sonrisa que adorna su jeta, ese gesto autómata que jamás permite adivinar si te va a informar de un nacimiento o de un entierro. No pretendo que Robert de Niro dedique los próximos años a presentar telediarios pero tampoco me anima la alternativa de un robot risueño. Cuando deseo enterarme de lo que está ocurriendo en este mundo, acostumbro a oír la radio, a leer un periódico o a imaginármelo. Ver el noticiario en la pequeña pantalla se convierte en algo rutinario, desapasionado, previsible.
De vez en cuando, la fuerza intrínseca de determinadas imágenes consiguen emocionarte, pero muy difícilmente los comentarios que las ilustran. Hace un rato, esas imágenes mostraban la invasión de los guerrilleros salvadoreños al hotel Sheraton, y la nueva estrategia de los revolucionarios, consistente en tomar los barrios de la clase oligarca. La aviación gubernamental, que no duda en bombardear indiscriminadamente los barrios obreros, a la búsqueda de subversivos, ya no se atreve a soltar un petardo que pueda rozar la estabilidad doméstica de sus auténticos patrones.
A pesar de esas evidencias, la derecha internacional se atreve a definir la batalla de Centroamérica como un enfrentamiento entre demócratas y rojeríos extremistas. Para vomitar. José Antonio Segurado me devuelve la alegría de vivir en la tertulia de Hermida.
Ruega al periodismo que intercambie la crítica ácida con el elogio de la buena gente, afirma que en todo suicida habita un desequilibrado, se lamenta de la cantidad de puestos de trabajo que desapareceran si no encuentran al envenenador del agua mineral, y compara la sensación de un buen mitin con la de la mejor borrachera. Vuelvo a ser feliz.
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